Maria Matienzo

Luz, ni para ver la hora

Maria Matienzo Puerto

El Capitolio de La Habana.  Foto: Caridad

Hace ya varias noches soñé que todo estaba oscuro, y como los sueños son caprichosos, soñé que estaba en un parque y que no podía leer ni una línea del libro que llevaba encima porque el alumbrado público nunca encendió.

A penas se les veía el rostro a las personas que caminaban muy cerca del banco en que estaba sentada. La desesperación llegó a su punto máximo cuando intenté mirarme las manos y no lo logré. Fue cuando recordé que estaba dormida.

Le tengo miedo a la oscuridad como una niña pequeña. Todas las noches me aseguro de que quede, al menos, una luz encendida en la casa. Y no es que le tema a los fantasmas o al hombre del saco o a la bruja de la escoba o a los enanos que se roban el aliento de los niños, si no a tener que levantarme de un modo inesperado y tropezar, o a que suene el teléfono y romper algún adorno por falta de luz.

Adiós, libreta de mi vida

María Matienzo Puerto

Comprando pan con la tarjeta de abastecimiento.  Foto: Caridad

Las despedidas, las rupturas, las separaciones siempre me han traído pesares, lágrimas, sentimientos encontrados de los que muchas veces no he logrado sobreponerme. Así no solo me ha ocurrido con las personas sino también con los objetos o con los animales.

Las pérdidas han sido tan frecuentes en mí que de alguna manera me he acostumbrado: los collares que he dejado olvidados, las mascotas que se me han muerto, los amigos que parten, en fin, algo siempre llega a su fin.

Pero por estos días, me estoy despidiendo de algo realmente sui generis, creo yo, en la historia de la humanidad; de algo que el mundo entero, a menos que sea cubano, no sabría explicar, y de cuya separación no sé si sobreviviré.

Hablo de mi querida “libreta de abastecimiento.”

Hablo de mi querida “libreta de abastecimiento.”

No poder salir corriendo

María Matienzo Puerto

Rodeado por agua.  Foto: Caridad

La espera aquí se puede volver eterna. Creo que debe ser la maldita circunstancia del agua por todas partes.

Así es. Nadie puede salir corriendo y desaparecer más allá de la costa. Quizás, por eso mi mamá me dice que va a visitarme “dentro de un ratico” y se demora más de dos horas; Nena queda conmigo a las cuatro y realmente aparece a las cinco; o cuando vamos al teatro, la función anunciada a las ocho y media, puede que empiece a las nueve. Es que todos estamos/ están seguros que no hay para dónde correr.

La nostalgia y “mi otro yo”

María Matienzo

La Habana, photo: Caridad

Vivir en La Habana era estar en la parte del país donde hay un poquito más de todo, a pesar de la escasez. Era habitar en una ciudad que me permitía alardear de ella pese a las diferencias y las fobias regionales; el lugar a donde todos quieren venir a vivir; donde está centralizada la farándula y desenvolvimiento económico. Pero para mí, sus calles eran las calles de la capital y nada más.

Hasta el día que conocí a “mi otro yo” y comencé a ver mi vida con nuevos ojos. “Mi otro yo” me tomó de la mano, y me llevó a recorrer la ciudad como si fuera una extraña y lamento decir que realmente lo era.

La suerte de ser ama de casa

María Matienzo Puerto

Madre en La Havana.  Photo: Caridad

Este arte de la escritura me permite, de vez en cuando ser lo que yo quiera. En este momento, por ejemplo, me estoy convirtiendo en una ama de casa que tiene dos hijos y una cocina que atender, mucha ropa por lavar, pero que pese a todo eso ha abierto un espacio para leerse una buena novela de amor o policíaca o de terror, según le recomiende su mejor amiga, que sí tiene tiempo para ir a exposiciones o a la presentación de un libro.

Vivo en el Cerro, cerca de la Biblioteca Nacional, así que en cuanto tenga un tiempo voy a ir para inscribirme. Todo está en que estos chiquillos me den la oportunidad, porque ayer que podía ser un buen día el más chiquito me amaneció con catarro.

Son las dos de la tarde. Bueno, parece que sí, que voy a poder. En cuanto se despierten los visto y nos vamos los tres, así de paso ellos dan una vuelta.

Dos novias en La Habana

María Matienzo Puerto

Angel y la musa.  Foto: Caridad

Cada vez que me hablan de reencarnaciones solo se me ocurre recordar en la vida que llevamos, mi novia y yo, durante más de seis meses. Carga bultos para acá, carga bultos para allá: aquí ya no pueden estar; tienen que buscar un nuevo alquiler; bueno, duerman unos días en la sala de mi casa, hasta que encuentren.

La tía que pudo resolvernos seis meses de tranquilidad, pero que no lo hizo; la cara de compasión de algunos conocidos y hasta de los amigos; una abuelita que trocó su papel con el de bruja; engorrosos trabajos de fuerza para ganar algo de dinero; y la pregunta de siempre, ¿ustedes son de La Habana? con la respuesta: sí, somos habaneras.

He optado por una explicación mística religiosa porque en la realidad no la logro hallar: nosotras, en vidas anteriores, debimos ser gitanas o brujas prófugas de la Santa Inquisición. Y ahora, arrastrando alguna deuda, seguimos de nómadas.