Luz, ni para ver la hora
Maria Matienzo Puerto

Hace ya varias noches soñé que todo estaba oscuro, y como los sueños son caprichosos, soñé que estaba en un parque y que no podía leer ni una línea del libro que llevaba encima porque el alumbrado público nunca encendió.
A penas se les veía el rostro a las personas que caminaban muy cerca del banco en que estaba sentada. La desesperación llegó a su punto máximo cuando intenté mirarme las manos y no lo logré. Fue cuando recordé que estaba dormida.
Le tengo miedo a la oscuridad como una niña pequeña. Todas las noches me aseguro de que quede, al menos, una luz encendida en la casa. Y no es que le tema a los fantasmas o al hombre del saco o a la bruja de la escoba o a los enanos que se roban el aliento de los niños, si no a tener que levantarme de un modo inesperado y tropezar, o a que suene el teléfono y romper algún adorno por falta de luz.
No recuerdo bien cómo me las arreglé durante el período de los apagones, en el que oficialmente debía irse la corriente cuatro horas, pero podíamos estar noches enteras sin saber quién estaba dentro de la casa y quién no. Parece que mi psiquis en un intento de auto-preservación borró toda experiencia que pudiera ser traumática.
Así que ni por asomo deseo encontrarme con un mundo tan poco iluminado.
Sin embargo, para mi sorpresa y desencanto, mi sueño se hizo realidad. Ayer me cogió la noche aún camino a casa. Estaba frente a nuestro Capitolio, en una parada de ómnibus, mientras anochecía.
Di por hecho que en cuanto oscureciera, los jardines de nuestro Ministerio de Ciencia Tecnología y Medio Ambiente (así funciona nuestro Capitolio), iba a ser alumbrado por sus bombillas neoclásicas, pero nada. Nunca sucedió.
La ciudad, a penas se notaba bajo una luz amarillenta que salía de unas farolas de la calle, de algún que otro portal de las tiendas, o de los autos que transitaban por la avenida. La iluminación ni siquiera alcanzaba para ver la hora en un reloj pulsera.
Suerte mía que llegó el ómnibus pronto y solo alcancé a ver, de pasada, un espectáculo mayor: el del Prado de La Habana en total penumbra, como una selva negra, propicia para asaltos, confusiones, intercambio violentos o sexuales, camuflaje y tropezones.
A penas se les veía el rostro a las personas que caminaban muy cerca del banco en que estaba sentada. La desesperación llegó a su punto máximo cuando intenté mirarme las manos y no lo logré. Fue cuando recordé que estaba dormida.
Le tengo miedo a la oscuridad como una niña pequeña. Todas las noches me aseguro de que quede, al menos, una luz encendida en la casa. Y no es que le tema a los fantasmas o al hombre del saco (boogyman) o a la bruja de la escoba o a los enanos que se roban el aliento de los niños, si no a tener que levantarme de un modo inesperado y tropezar, o a que suene el teléfono y romper algún adorno por falta de luz.
No recuerdo bien cómo me las arreglé durante el período de los apagones, en el que oficialmente debía irse la corriente cuatro horas, pero podíamos estar noches enteras sin saber quién estaba dentro de la casa y quién no. Parece que mi psiquis en un intento de auto-preservación borró toda experiencia que pudiera ser traumática.
Así que ni por asomo deseo encontrarme con un mundo tan poco iluminado.
Sin embargo, para mi sorpresa y desencanto, mi sueño se hizo realidad. Ayer me cogió la noche aún camino a casa. Estaba frente a nuestro Capitolio, en una parada de ómnibus, mientras anochecía.
Di por hecho que en cuanto oscureciera, los jardines de nuestro Ministerio de Ciencia Tecnología y Medio Ambiente (así funciona nuestro Capitolio), iba a ser alumbrado por sus bombillas neoclásicas, pero nada. Nunca sucedió.
La ciudad, a penas se notaba bajo una luz amarillenta que salía de unas farolas de la calle, de algún que otro portal de las tiendas, o de los autos que transitaban por la avenida. La iluminación ni siquiera alcanzaba para ver la hora en un reloj pulsera.
Suerte mía que llegó el ómnibus pronto y solo alcancé a ver, de pasada, un espectáculo mayor: el del Prado de La Habana en total penumbra, como una selva negra, propicia para asaltos, confusiones, intercambio violentos o sexuales, camuflaje y tropezones.