La nostalgia y “mi otro yo”
María Matienzo
Vivir en La Habana era estar en la parte del país donde hay un poquito más de todo, a pesar de la escasez. Era habitar en una ciudad que me permitía alardear de ella pese a las diferencias y las fobias regionales; el lugar a donde todos quieren venir a vivir; donde está centralizada la farándula y desenvolvimiento económico. Pero para mí, sus calles eran las calles de la capital y nada más.
Hasta el día que conocí a “mi otro yo” y comencé a ver mi vida con nuevos ojos. “Mi otro yo” me tomó de la mano, y me llevó a recorrer la ciudad como si fuera una extraña y lamento decir que realmente lo era.
Nunca había reparado en tanta belleza. Aprendí a observar, a oler, a degustar lo mejor y lo peor de cada rincón habanero. Conocí nuevos lugares, nuevas vistas, nuevos aires. Encontré tanta belleza en el Museo de Bellas Artes como en los viejos edificios que aún conservan pedazos de lozas o decorados de la arquitectura colonial o republicana.
“Mi otro yo” me mostró una Habana de recuerdos; de edificios que sacan sus fuerzas de quién sabe dónde para mantenerse en pie, y mostrar su historia oculta o a gritos conocida: es tanta la riqueza que algunos hasta te permiten fabular. La ciudad te cuenta, como una abuela, de tiempos de esplendor, de fiestas, de bares, costumbres.
En este pedacito que es mi ciudad, todo queda ― como decimos los cubanos ― “cerca, cerquita”: la panadería y el museo; la tienda y la catedral; el mercado y los artesanos.
“Mi otro yo” dice que nunca olvidas un lugar por los olores que lo caracterizan. Y tiene razón. Cuando decidí entregarme y dejar que me atravesara mi ciudad, encontré de todo: chocolate, rosas, algunos no tan agradables y otros indescriptibles.
Entre tanta belleza, descubrí porqué algunos se empeñan tanto en arreglar la ciudad. Quizás, por eso cada trovador tiene una canción para su Habana. Es una pena que yo no sea de la Trova, y que “mi otro yo” haya aparecido ahora que estoy a punto de dejarla para siempre, y no veinte años atrás.