No poder salir corriendo
María Matienzo Puerto
La espera aquí se puede volver eterna. Creo que debe ser la maldita circunstancia del agua por todas partes.
Así es. Nadie puede salir corriendo y desaparecer más allá de la costa. Quizás, por eso mi mamá me dice que va a visitarme “dentro de un ratico” y se demora más de dos horas; Nena queda conmigo a las cuatro y realmente aparece a las cinco; o cuando vamos al teatro, la función anunciada a las ocho y media, puede que empiece a las nueve. Es que todos estamos/ están seguros que no hay para dónde correr.
A diferencia de lo que piensan los europeos, acostumbrados a la puntualidad, aquí es tan fuerte la costumbre que ni ellos escapan. Una vez que arriben a la isla sus relojes se descomponen y hasta el sol, a veces, se confabula.
Es un virus mortal que se les cuela poros adentro y se les puede encontrar fascinados, a destiempo, en cualquier rincón de la ciudad. Parece que La Habana, pese al polvo y los derrumbes, no ha perdido el embrujo.
Y digo europeos como, africanos, norteamericanos o latinos. A todos les sucede que aún cuando vienen a la isla a ajustar un negocio o a interesarse por algún proyecto, terminan perdiendo el tiempo, y quien quiera aprovecharlo, debe ajustarse los pantalones y el carácter.
Entonces sucede que los nativos que esperábamos para hablar de “cosas serias e interesantes,” quedamos esperando eternamente sin poder buscar más allá de lo que nos permite el terruño. Y nuestros proyectos de hacer “cosas serias e interesantes” quedan en el olvido para dar paso a mojitos, salsa y sexo.
El cubaneo o la desmemoria lleva consigo ciertas dosis de alegría y de amargura, es según el bando que le haya tocado vivir, aunque a veces se alternen y sin quererlo (uno nunca escoge en eso casos) sea también victimario y haga esperar a alguien eternamente porque está seguro que no puede salir corriendo a ningún lugar.