Cómo descubrí las navidades

Por Ariel Glaria Enríquez

Foto: Nike

HAVANA TIMES – Entre las cosas que guardaba mi abuela había una caja que contenía adornos de un arbolito de Navidad. Descubrirla fue como encontrar un tesoro. El lugar donde la encontré, el polvo que la cubría y el esmero con que cada pieza estaba protegida dentro de la caja tuvo para mí la fascinación de un secreto bien guardado.

Mi casa era un apartamento de edificio, cuya distribución no dejaba espacio para escondrijos extraños. No obstante, yo imaginaba que sí los había y que estos debían estar en el cuarto de mis abuelos.

Recuerdo la impresión que me producía una foto enorme, en blanco y negro, enmarcada bajo cristal, de un santo que miraba ensimismado un crucifijo entre sus manos. Era la única imagen religiosa que había en la casa y estaba en el cuarto de mis abuelos. De modo que si existía un secreto debía estar en ese cuarto.

Otra cosa que me producía sensación de misterio era el hecho de que nunca me dejaban estar solo en aquella habitación. Salvo en las ocasiones que me quedaba dormido en la cama de mis abuelos, el resto del tiempo mi mamá se la pasaba sacándome de él.

Eso fue activando cada vez más mi curiosidad. Así que un día, cuando todos pensaban que yo dormía, me puse a registrarlo. No había muchos lugares donde mirar, salvo las gavetas del escaparate.

Aquello se convirtió casi en una rutina y excepto un pequeño cofrecillo revestido con felpa azul que contenía un reloj dorado de mujer y que descubrí desde la primera vez, no había nada más en el escaparate que semejara un tesoro.  Aun así, cada vez que tenía la oportunidad revolvía las gavetas.

Desde el primer día me llamó la atención un sobre atado con una cinta rosada que contenía fotos y postales con dedicatorias de amor. Al principio pasé por alto las fotos. Las postales, en cambio, me gustaron mucho.

En todas aparecía una pareja besándose, envuelta en cierta atmósfera que me recordaban las nubes que suelen empañar los espejos antiguos.  Pero lo que más antigüedad le confería a las postales era la esmerada caligrafía con que estaban escritas las dedicatorias.

En ellas identificaba la letra de mi abuelo. Poseo la impresión de haberme quedado dormido una tarde entre las fotos y las postales, pero como no recuerdo que me regañaran no lo puedo asegurar.

El esmerado diseño de las letras en las dedicatorias resaltadas, sobre todo, en las mayúsculas, por una razón que no puedo explicar, reforzaron mi convicción que pudiera existir un tesoro. Dije que aquello se convirtió casi en una rutina y justo cuando comenzaba a aburrirme me di cuenta que nunca había registrado el closet.

Era el rincón más oscuro del cuarto. Para buscar cualquier cosa en su interior había que encender la luz. Pero no fue solo eso, hasta el instante que me di cuenta, el closet permaneció oculto ante mis ojos. La razón fundamental era que el ángulo donde se ubicaba era el menos iluminado por el resplandor del día, pero ahí se encontraba y había estado siempre.

La tarde que descubrí el closet no pensaba en tesoros ocultos. Había descubierto un nuevo sentimiento y este poseía nombre propio. Eso cambió mi inquietud de irme temprano de la escuela para registrar el escaparate de mis abuelos por la ansiedad de permanecer en ella el mayor tiempo posible y estar cerca de Rebeca. Me había enamorado.

Compartía mi sentimiento con el mejor amigo que tenía entonces. Los dos estábamos enamorados de la misma muchacha. Recuerdo que un día hasta discutimos lo que seríamos capases de hacer por ella. No me acuerdo los argumentos de él, pero el mío fue que sería capaz de compartir un tesoro con ella. No me arrepentí de decirlo, pero durante un tiempo dejé de pensar en tesoros ocultos.

Una mañana, en la escuela, se corrió el rumor que los padres de Rebeca se la habían llevado de Cuba hacia los EE.UU. por el puerto del Mariel. Cuando la noticia llegó a nuestro grupo la maestra salió disparada del aula dejando caer los espejuelos al piso. Fue una reacción de sorpresa sincera, como sincera fueron las ganas de llorar que sentimos algunos.  

Eran días de mucha confusión. Las calles estaban llenas de gente gritando contra los que se iban del país y a toda hora la televisión transmitía imágenes de marchas vitoreando consignas y portando carteles denigrantes.

Con la partida de Rebeca, mi amigo y yo consolidamos nuestra amistad, escapándonos de la escuela todas las tardes para bañarnos en el malecón de La Habana.

Fue un doble alivio para nosotros. Por un lado, nos distrajo de la tristeza. Por otro, nadar en el malecón funcionó como un escape a la histeria colectiva que se había generado por el éxodo del Mariel.

Una tarde, nos lanzamos al mar, nadamos sin parar hasta donde pensamos que no podían oírnos. Sin previo acuerdo comenzamos a dar gritos de viva Rebeca, a desearle buena suerte y que nunca la olvidaríamos.

De alguna manera fue nuestro modo de oponernos a los actos de repudio y las manifestaciones preparadas. Ese día supe lo que era tragar agua salada de verdad.

No recuerdo como terminó todo aquello. Mi impresión hasta hoy es que tuvo un final tan repentino como la súbita ola de histeria que levantó. Así aprendí que el tamaño del odio está en proporción con el de la ridiculez que se manifiesta y la rapidez con que los que la cometen pretenden olvidar sus actos.

Por mi parte, después de los baños en el Malecón, no tuve nada mejor en qué pensar que continuar con la búsqueda de tesoros ocultos. Si de verdad existía uno en mi casa ya sabía dónde encontrarlo.

La primera vez que abrí el closet me decepcioné. Solo había una silla y sobre ella los vestidos que usaba mi abuela para trajinar en la casa, nada más. No pude creerlo. Mi primer pensamiento fue para Rebeca: qué prueba de amor podía ofrecerle mostrándole una silla metida en un closet.   

La tarde siguiente volví a la carga. La imagen de aquella silla sola envuelta en la oscuridad del closet me persiguió todo el día en la escuela. Fue así como en algún momento pensé que la silla no estaba allí solo para poner ropas.

Esa tarde entré corriendo a la casa, fui directo al cuarto de mis abuelos y abrí el closet. Esta vez la silla estaba vacía. Metí la cabeza, miré hacia arriba y vi una caja. Me subí a la silla y la toqué. Lo primero que noté fue el grumo del polvo que la cubría, lo siguiente, que no necesitaba luz para tomarla, y, por último, que no pesaba nada.

Eso me desilusionó un poco pero no me detuve. De un salto bajé, puse la caja en el piso, me sacudí las manos en el pantalón del uniforme y la abrí. En ese instante, por primera vez en la vida, sentí que ya nada podía sorprenderme: la caja estaba llena de algodón.

Metí la mano y extraje el primer objeto sólido que toqué.  Tenía el tamaño y la forma de una pelota de beisbol, pero carecía de peso y estaba envuelta en una capa de algodón. Al intentar quitárselo la rompí. 

Volví a meter la mano en la caja y extraje otro objeto. Este era también redondo y al igual que el anterior carecía de peso. Con más cuidado logré quitarle la capa de algodón. El resultado fue una frágil bola de cristal azul. Para no romperla, decidí sostenerla entre las dos manos. Así llegué hasta la cocina y se la enseñé a mi abuela.

Con ese recuerdo terminó mi búsqueda de tesoros. Unos días después, mi abuela me enseñó fotos en las que aparecía el arbolito, me mostró todas las piezas, me explicó cómo las colgaba y el orden que les daba. Nunca pregunté por qué dejaron de montar el arbolito y por qué en Cuba ya no se celebraban las navidades. Ese misterio me correspondió averiguarlo a mí solo.

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Ariel Glaria

Ariel Glaría Enriquez: Nací en la Habana Cuba en el año 1969. Soy orgulloso portador de un concepto en peligro de extinción: habanero. No conozco otra ciudad, por eso la vida en ella, sus costumbres, dichas y dolor son el mayor motivo por el que escribo. Estudie la especialidad de Dibujo Mecánico, pero trabajo como restaurador. Sueño una habana con el esplendor y la importancia que tuvo.

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One thought on “Cómo descubrí las navidades

  • Muy bonita historia sobre la navidad. Yo recuerdo que durante muchos años no se podia celebrar, en mi casa tambien guardaban los adornos en una caja. Decian que celebrar la navidad era una tradición del capitalismo. Que tristeza todos las cosas que nos quitaron. Pero aún más triste es como la familia cubana se ha fragmentado.

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