Unos Franceses de visita en La Habana

Vicente Morin Aguado

Visitantes en La Habana con representante de turismo.

HAVANA TIMES — Hay varias rutas habituales para los turistas que gustan caminar por La Habana, algo que celebro, porque si tuviera la oportunidad hoy negada de hacer turismo en otro país, jamás aceptaría el verme encerrado en un vehículo refrigerado, mirando la gente y los paisajes desde una ventanilla.

Uno de esos caminos es el que conduce desde la Habana Vieja hasta la Plaza de la Revolución.

Comenzaba la tarde veraniega, con el tedio de ese calor húmedo que hace decir a muchos aquí, esta es la hora en que el perro no obedece al amo.

Pero yo debía obedecer a mis obligaciones y caminar rumbo a la Terminal de Ómnibus Provinciales. Me encontraba junto al cubanísimo paseo de El Prado, cerca de la ciudad antigua.

En esta ruta habitual de turistas hay un serio obstáculo para ellos, los nombres de las calles tienen repetidamente doble denominación, además de existir muchas cuadras sin la adecuada señalización.

En mi lento caminar abandoné la calle Prado–José Martí–para tomar Reina, cuyo nombre oficial es Simón Bolívar.

Me detuve en el Palacio de la Computación, iniciativa del “Máximo Líder” para brindar servicios gratis de computación a los cubanos–sin Internet–cuando un matrimonio me aborda y a la primera pregunta reconozco el francés como lengua.

Muy recelosos ellos, les indico el consabido camino hasta la Plaza de la Revolución, sin mayor interés, pues conozco el carácter de los franceses, muy independientes, además de creer que todo se lo saben o lo aprenden a la primera conversación.

No obstante era mi ruta, por lo cual marchamos juntos hacia destinos muy cercanos.

Debí aclararles otros nombres de calles, ante la incongruencia entre mi información real y la de su “Ruotard”.

El primer caso fue cuando de Reina pasamos a Carlos III, cuya otra denominación es Salvador Allende. Allí conversábamos con algo más de confianza, cuando se nos acerca a toda velocidad un camello.

Para quiénes conocen a Cuba de una década atrás, no hay sorpresa en mi anterior expresión.

Si usted nunca ha estado entre nosotros, sepa que cientos de “camellos” circulaban por La Habana, atestados de pasajeros. Eran remolques de fabricación local, arrastrados por potentes cuñas “Internacional”, invento cubano de un Metro urbano que jamás se construyó.

Restaurante-bar en La Habana Vieja.

Mis ocasionales acompañantes se dividieron: en tanto la mujer me preguntaba por aquel transporte de facha antidiluviana, el hombre, cámara en mano, se adelantó unos metros para fotografiarlo. ¡Ahí vino el problema!; un muchachón, joven, alto y delgado, esperaba su momento para de un solo tirón arrebatarle la cámara al francés y lanzarse a toda carrera.

Yo, pasados los cuarenta, corrí más por honor que por la convicción de agarrarlo. Suerte que me apoyó un hombre con su bici taxi, junto al chofer de un auto, quien apretó el acelerador con pericia por aquellas callejuelas aledañas a la avenida principal.

El chico llevaba ventaja, pero al verse perseguido, arrojó la cámara y se perdió de nuestra vista.

Localizamos inmediatamente el sitio exacto donde estaba la filmadora y allí nos detuvimos jadeantes, esperando a los franceses. Como un loco, el hombre clamaba por la policía, que nunca apareció, en tanto yo le devolvía el objeto robado.

Fuimos hasta un teléfono, llamamos al representante de la turoperadora responsable de su visita a Cuba y unos minutos después iba yo junto a ellos, como testigo, hasta la unidad policial especializada en asuntos de turistas.

Esperamos largo tiempo. Finalmente nos atendieron, con la reserva de que, al ser recuperado el aparato, no había nada que hacer. A petición de los extranjeros, dejamos declaraciones escritas de los hechos, el lugar y otros detalles…. a la policía le inquietaba que yo estuviera con unos turistas.

Sin embargo el representante de la empresa de turismo me pidió que siguiera acompañando a los franceses hasta el final de su viaje. Gentilmente nos llevó en su moderno auto hasta la Plaza de la Revolución.

Era muy tarde para mis programadas gestiones de aquel día y consideré terminar la aventura, tal vez con un final feliz.

Les expliqué de Martí, nada de Camilo, Fidel o El Che; los franceses estaban evidentemente cansados y decidieron regresar al hotel. Pasadas las seis de la tarde nos despedimos en el Sevilla.

Una postal con la imagen de los Campos Elíseos aún debe alumbrar el oscuro rincón de alguna gaveta, en tanto los bolígrafos se gastaron oportunamente, repartidos entre la familia.

Lo inolvidable para mí será siempre aquellos ojos desmarcando la mirada, en tanto las bocas decían casi al unísono, Merci Bocou.
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Vicente Morín Aguado: [email protected]