Marca de Huevos
Ernesto Perez Chang
HAVANA TIMES, 9 julio — En 1980 el marxista Louis Althusser asesinaba a su esposa en medio de un ataque de esquizofrenia; también murieron ―aunque no a manos de Althusser― Sartre, Roland Barthes y Bon Scott, el vocalista de AC/DC; pero ese año lo recordamos en Cuba porque las posturas de gallina aún no se vendían de forma racionada o clandestina sino a un peso la docena, y uno podía llevar cuantas quisiera.
Las gallinas no se habían extinguido ni eran tan nerviosas como las actuales que sólo ponen bajo más condiciones que las que pueden generar, juntos, el papeleo legal de dos trasnacionales del acero que se fusionan y un acuerdo de paz entre palestinos e israelíes.
Aquellas gallinas, tal vez de casta rusa, producían a toda hora y durante todo el año, a mayor velocidad que la empleada por nosotros para comer los huevos. De modo que llegó el momento en que sobraron y a algún funcionario se le ocurrió una iniciativa política: lanzarlos contra el “enemigo.”
Algo raro sucedió ese año que todo fue en exceso, y si a los marxistas les dio por asesinar a sus esposas, a unos cuantos cubanos, quizás viendo las barbas del prójimo arder, les dio por escapar de la Isla quedando el país dividido entre los que se iban porque, entre otras cosas, no soportaban ni los huevos ni las huevadas; y los que se quedaban para cumplir con la orden de lanzar las posturas en los “actos de repudio” y “marchas del pueblo combatiente.”
Se gritaron consignas contra Jimmy, que lo mismo pactaba con Torrijos que boicoteaba las olimpiadas de Moscú; y se lanzaron huevos contra los huidizos que tal vez a un sabio economista le dio por llamar “gusanos” porque presentía que en una primavera no muy lejana, cuando escasearan los huevos y los rublos, habrían de retornar transformados en despampanantes crisálidas con alas de un verde al estilo “reserva federal.”
Apenas tenía nueve años de edad pero recuerdo que por las tardes el presidente del Comité de Defensa de la Revolución nos mandaba a pasar por las casas para dejar papelitos con los nombres y las direcciones de la “escoria.” La escoria, en mi barrio, nunca era un “militar.”
La escoria no era precisamente una persona vil o despreciable, ni siquiera un desecho de fundición. La escoria eran aquellos vecinos “civiles” que deseaban emigrar a los Estados Unidos; y la orden del Partido era repudiarlos con carteles y huevos en “mítines relámpagos” que eran una especie de breves e improvisados carnavales pedagógicos que buscaban enseñar, primero, que de “traicionar a la Patria” sufrirían las consecuencias; segundo, a la opinión pública internacional, que el éxodo del Mariel era el complot de una camarilla minúscula de indeseables.
Pero la casa del “gusano-escoria” siempre era la misma de cualquier amigo nuestro; no obstante, después de las siete o las ocho de la noche, obedecíamos a nuestros padres ―que obedecían a su vez al Partido―, y les acompañábamos a gritar consignas y a lanzar huevos olvidándonos de que hasta esa misma tarde aquel pequeñín, que luego escuchábamos llorar aterrorizado por la turba, había jugado con nosotros en el parque.
Algunos ―sobre todo los que jamás aceptaron que el barrio fuera invadido por los “civiles”― se enardecían hasta golpear con palos las puertas y ventanas de las casas, mientras gritaban obscenidades y frases violentas. En una ocasión derribaron una puerta y sacaron a una familia a golpes. Escucho aún el llanto de los niños, las súplicas de los padres que se doblaban sobre sus hijos para protegerlos del torrente entusiasmado en arrancarles las ropas y en escupirlos. Recuerdo el rostro de cada uno de los que estábamos allí, y puedo asegurar que no había compasión en ninguno.
Hoy es raro escuchar a alguien hablar sobre aquellos días. De los enardecidos quedan unos pocos que volverían a hacer lo mismo. A pesar de los años transcurridos, no han visto pasar los tiempos; otros, la mayoría, no sé; de esos, algunos ya no viven en el barrio. Años más tarde, en los noventa, construyeron balsas y botes y, sin que nadie les lanzara huevos ni les llamara gusanos o escoria, emigraron a los Estados Unidos.
De las familias repudiadas, aún quedan algunas. De paciencia y silencio ha sido su lección. Caminan y saludan a sus agresores como si no hubiera ocurrido nada. A veces creo que no han comprendido bien lo que sucedió aquel año, tampoco puedo creer que todos hayan olvidado; ¿es resignación, simple resignación?
Quien visite hoy La Habana, podrá comprobar que las marcas de los huevos estallados permanecen aún en algunos edificios. A pesar de las lluvias caídas desde 1980, y aunque los intenten cubrir con pinturas y consignas, los huevazos se resisten a desaparecer, aunque no sé si para recordarnos la locura de aquel año en la Isla o para hablarnos de resignación o de fe.
Yo decidí solicitar carrera para estudiar en la EX-URSS, porque diariamente en el noticiero se exaltaba aquella sociedad, el paradigma de sociedad: en donde los alimentos eran más baratos, donde los niños eran más felices, en fín, el paraiso terrenal.
Una vez lloré amargamente cuando vi, durante los acontecimientos de Nagorni Karabaj, en una pequeña franja autónoma entre Georgia y Adzerbaishan, en un conflicto etnico se estaban matando «hermanos», muchos se dejaban matar para distraer la atención y que sus hijos pudieran salvarse, este artículo ha traido ha despertado aquel recuerdo traumático, es triste lo que puede hacer la manipulación de la mente de las masas, ojala y estos tristes recuerdos, en donde se instigó a hermanos a que maltrataran y reprimieran a sus mismos hermanos, no se repitan en nuestro país nunca más, las herramientas del débil son la violencia y el odio, Es hora de sentarnos a dialogar como país, honestamente, y aceptar públicamente hechos como estos, para que las heridas que quedan en el alma de este aguerrido pueblo en cierta medida dejen de sangrar, y podamos unir, que es lo que tanto necesitamos en estos tiempos.