La violencia en El Salvador a través de un adolescente

Presuntos pandilleros son trasladados al Centro de Internamiento por Terrorismo, una mega-prisión construida por el gobierno de Nayib Bukele en El Salvador para albergar a 40.000 detenidos acusados de pertenecer al crimen organizado. Foto: Presidencia de El Salvador

Por Juanita Goebertus Estrada* (IPS)

HAVANA TIMES – Dos años después de que el presidente Nayib Bukele anunciara una “guerra contra las pandillas” en El Salvador, el país ha experimentado grandes transformaciones.

Agustín (pseudónimo) tenía 16 años cuando Bukele hizo el anuncio. Un año y medio después, cuando investigadores de Human Rights Watch se reunieron con él en El Salvador, ya había experimentado cómo su país pasó de estar aterrorizado por pandillas a convertirse, crecientemente, en un estado policial.

Agustín sufrió por primera vez la violencia de las pandillas en Cuscatancingo, a pocos kilómetros al norte de la capital. Igual que otras zonas de El Salvador, las pandillas controlaban su comunidad y muchos aspectos de la vida cotidiana de su familia. “Era asfixiante”, nos dijo su madre. “Tenías que pensar cómo hablar, cómo caminar y qué ibas a vestir. Lo veían todo. Era como estar con tu enemigo las 24 horas”.

La MS-13, una de las pandillas más peligrosas de El Salvador, intentó reclutar a Agustín cuando tenía 12 años. Cinco pandilleros adolescentes le prometieron mejores zapatillas, ropa y cigarrillos. Muchos jóvenes del barrio se unieron a la pandilla, nos contó. Él se negó.

En El Salvador, las pandillas han reclutado a miles de niños, niñas y adolescentes. Estudios muestran que la mayoría de los miembros de estos grupos criminales se incorporan entre los 12 y los 15 años. La falta de oportunidades educativas y económicas facilita el reclutamiento de las pandillas, incluso a cambio de zapatillas y cigarrillos.

En junio de 2021, la violencia empeoró para Agustín. Miembros de la MS-13 golpearon a su padrastro y amenazaron de muerte a su madre, una líder comunitaria, después de que ella ayudara a la policía a distribuir alimentos durante la pandemia de Covid-19. “Cuando vivís en un área controlada por pandillas hablar con un policía o un soldado es una sentencia de muerte”, nos dijo ella.

La brutalidad de la violencia obligó a la familia a huir a Mejicanos, una ciudad cercana a San Salvador. Escaparon la amenaza más inmediata, pero no encontraron seguridad. La pandilla Barrio 18, la segunda más grande del país, controlaba su nueva comunidad. Unos meses más tarde, amenazaron con matar a la madre de Agustín, lo que forzó a la familia a desplazarse nuevamente.

En enero de 2022, intentaron encontrar paz en San José Guayabal, un pequeño pueblo que en gran medida no ha visto afectado por la presencia de las pandillas. Incluso albergaron esperanzas cuando, en marzo, el presidente Bukele lanzó una ofensiva contra las pandillas y legisladores afines al gobierno en la Asamblea Legislativa declararon un régimen de excepción con el que suspendieron algunos derechos constitucionales básicos.

Unos meses más tarde, policías y soldados se presentaron en la casa de Agustín, que ya tenía 16 años, y los detuvieron a él y a su padrastro. Las fuerzas de seguridad no les mostraron una orden judicial ni les explicaron el motivo de la detención. Dijeron que se lo llevaban a una delegación policial para “investigarlo”.

Agustín es uno de los 2.800 niños, niñas y adolescentes detenidos desde que comenzó el régimen de excepción. Lo que siguió para él, como en muchos otros casos de detenciones durante el régimen de excepción documentados por organizaciones de derechos humanos de El Salvador, fue una secuencia desgarradora de abusos.

Agustín nos dijo que los soldados simularon su ejecución en una carretera desierta, mientras lo trasladaban entre delegaciones policiales. Un soldado se reía mientras le apuntaba con una pistola a la cabeza, según relató. Luego, le habrían dicho que corriera con los pies esposados.

Agustín dijo que durante varios días estuvo detenido en una celda hacinada, donde 70 niños compartían tres camas. Recuerda que lo obligaron a dormir en el suelo. Los guardias no hacían nada cuando otros detenidos le daban patadas, prácticamente todos los días, mientras contaban los segundos en voz alta, siempre hasta 13—una aparente referencia a la MS-13.

Como a la mayoría de las 78.000 personas detenidas durante la “guerra contra las pandillas”, los fiscales lo acusaron del delito de “agrupaciones ilícitas” que criminaliza la pertenencia a una pandilla y no requiere probar que el acusado ha cometido ningún otro acto violento o ilegal. El delito está definido de forma tan amplia en la legislación salvadoreña que cualquiera que haya interactuado con miembros de una pandilla, voluntariamente o no, puede ser procesado.

El juez de su caso no encontró pruebas en su contra y lo liberó después de 12 días. Sin embargo, la policía y los soldados, que hoy cuentan con poderes demasiado amplios y casi ninguna supervisión en El Salvador, siguieron insistiendo en que Agustín era miembro de una pandilla. Reiteradamente lo acosaron en un parque del pueblo, lo golpearon y amenazaron con volverlo a detener. 

Agustín dejó la escuela y aceptó un trabajo en el sector de construcción en otra ciudad. Cuando Human Rights Watch se reunió con él, las pandillas que durante tanto tiempo habían atormentado a su familia ya no eran su mayor preocupación. Por ahora, los homicidios en el país han descendido significativamente y las pandillas parecen estar debilitadas. Pero como nos dijo su madre, “ahora llora cuando ve soldados o policías”.

Los salvadoreños no deberían estar obligados a elegir entre vivir con miedo a las pandillas o a las fuerzas de seguridad. Las autoridades deberían ofrecer un futuro mejor, en que el gobierno protege a niños, niñas y adolescentes de la violencia y los abusos, al tiempo que reduce el riesgo de reclutamiento por parte de las pandillas garantizando que accedan a las oportunidades educativas que necesitan para su bienestar y desarrollo. Un futuro en el que las fuerzas de seguridad llevan a cabo investigaciones exhaustivas para identificar a los verdaderos miembros de las pandillas—y desmantelar esos grupos criminales—en lugar de impulsar encarcelamientos masivos y violaciones de derechos humanos. 

“Queremos irnos de El Salvador”, nos dijo su madre. “Quiero que mi hijo lo olvide todo”.

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*Directora, División de las Américas de Human Rights Watch

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