Infiltrado en el país de las consignas

De izquierda a derecha, Gabriel García Márquez, Jorge Edwards, Mario Vargas Llosa, la agente literaria Carmen Balcells y José Donoso. (Aquellos años del ‘boom’)

La apatía de los intelectuales cubanos tras la muerte de Jorge Edwards contribuyó a que la censura del régimen lo invisibilizara.

Por Xavier Carbonell (14ymedio)

HAVANA TIMES – La maquinaria de la prensa en Cuba obedece a una ficción, y esa ficción selecciona, tacha, remienda y tuerce los renglones de la realidad. Cuando el novelista chileno Jorge Edwards llegó como diplomático a La Habana, en diciembre de 1970, descubrió que ya la relojería de los periodistas, fotógrafos y espías estaba en marcha. Los diarios del régimen lo recibieron con una metralla de alusiones al clan Edwards, protagonistas de la “conspiración reaccionaria” contra Salvador Allende.

Eran las instrucciones secretas para que el cubano –buen entendedor cuando se lo propone– supiera cómo lidiar con el visitante, literato disfrazado de negociador, representante de un gobierno socialista al que Castro miraba con recelo: Allende había cometido el error táctico de llegar al poder por las urnas y no, como él, tras una guerra.

Hace algunas semanas, cuando Edwards murió en Madrid, el mecanismo de reescritura de la historia se activó de nuevo: a pesar de ser uno de los primeros autores del idioma, Premio Cervantes, ningún periódico oficial publicó su obituario, los articulistas y críticos enmudecieron, y los burócratas de Casa de las Américas –de cuyo premio fue jurado en 1968– lo suprimieron por fin de la lista de indeseables.

Sin embargo, lo más inquietante de su muerte fue que también el exilio cubano –excepto alguna evocación– descuidara la memoria de Edwards. Hubo cierto desgano, cierta pereza mental que obligó a dejar en el librero su Persona non grata, un diagnóstico tan cabal de la perversión castrista como Antes que anochezca o Mapa dibujado por un espía.

Fue curioso que tampoco se volviera sobre las páginas del chileno durante la crispación que produjo ‘El caso Padilla’, de Pavel Giroud

Fue curioso que tampoco se volviera sobre las páginas del chileno –a fondo y en voz alta, repito, no en la reflexión privada– durante la crispación que produjo El caso Padilla, de Pavel Giroud. Su presencia en el filme venía a aclarar la época, aportaba la mirada externa sobre el imperio de Castro y su anacronismo autoritario en un mundo que reclamaba más democracia. Edwards, que viajó a La Habana como emisario de Allende, salió de allí anunciando la conversión del país en una nave de locos.

Persona non grata avanza en sus digresiones, como todo volumen compuesto a partir de recuerdos personales. La narración titubea y formula hipótesis, cae presa de la paranoia, se electriza y especula. Edwards cree que Castro, en 1970, había profundizado en la desmesura abierta por la Revolución y logrado sumergir al país en una suerte de ofuscación colectiva. El delirio se encarnaba ya en su físico –ojeras, barba descuidada, humaredas compulsivas de tabaco– y aspiraba a la vigilancia ideal, que el chileno interpreta como uno de los trastornos “jesuíticos” del antiguo alumno de Belén.

Como Castro desvió el curso de la historia de Cuba en 1959 –dice Edwards– pensó que podía torcer una y otra vez el destino de la nación y, además, las leyes de su naturaleza. La imagen del caudillo como científico excéntrico, a lo Víctor Frankenstein, que sueña con recombinar el material genético de las vacas mientras arponea tiburones en su paraíso privado de Cayo Piedra, es una de las más grotescas del libro.

La relectura abre nuevas preguntas sobre otro espectro, Manuel Piñeiro, el ubicuo ‘Barbarroja’, cuyos micrófonos y espías no perdieron pie ni pisada de Edwards

La relectura abre nuevas preguntas sobre otro espectro, Manuel Piñeiro, el ubicuo Barbarroja, cuyos micrófonos y espías –choferes y bellas secretarias habaneras– no perdieron pie ni pisada de Edwards. La autoridad de Piñeiro sobre la policía política, su influencia para decidir dónde podía o no estar Castro, lo convirtieron en el confesor del caudillo y –sin que se diera cuenta, apunta el escritor– en su titiritero. Quizás ese control asfixiante, que subsistió hasta la decrepitud de Fidel, sea la clave para explicar la insólita muerte de Barbarroja, que estrelló su automóvil contra un árbol en 1998.

En medio de los temblores del relato están Padilla y su mujer, Pablo Armando Fernández, Norberto Fuentes y César López, el primer Miguel Barnet y el fantasma de Cabrera Infante. El resorte de la trampa que el poder les tenía reservada se disparó cuando el chileno abandonó la Isla rumbo a París, donde lo esperaba su maestro Neruda.

“La represión de Fidel Castro no ha tenido la frialdad esteparia y a la vez conventual de José Stalin”, resumía Edwards en un prólogo conmemorativo de Persona non grata. Sin embargo, supo localizar pronto al enemigo: “Los mariquitas, y junto a ellos a los poetas, los melenudos, los místicos y misticoides, las variadas lacras sociales” que merecían, en el infierno verde olivo, “una muerte lenta, y en algunos casos menos lenta”. Edwards, viajero en una Habana irreconocible, comprendió primero que los otros la deriva de Cuba y anticipó lo que alguien –con maldad anestésica– llamó Quinquenio Gris.

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