El Mito Blanco: Historias de migrantes, tiernas y duras

y las batallas de la transparencia

La película El Mito Blanco esta estrenando en linea hasta el 8 de noviembre para Nicaragua y en cines de Costa Rica. Diseño de portada: Melisa Valarino

Por Víctor Rodríguez Oquel

HAVANA TIMES – Las creencias de las personas se construyen a fuerza de relatos, de epopeyas, de grandes acontecimientos que alteran la verdad, que la camuflan con los ropajes del mito, intrincando la realidad.

Los mitos antiguos se basaban en narraciones fabulosas, grandilocuentes que hoy en día muy pocos creerían, por su fantasía evidente.

Sin embargo, aún en el mundo contemporáneo, los mitos no dejan de tejerse con los hilos grises de la memoria: ni tan claros, ni tan oscuros. No son el olvido total, pero tampoco el recuerdo fiel, fidedigno. Ahí radica la confusión en el imaginario colectivo, es ahí donde se vuelve difuso. Y esa distorsión de la realidad es la piedra angular sobre la cual se sostienen las identidades.

En la película El mito blanco, Gabriel Serra va hilando sobre el tapiz de tres historias de migrantes que discurren con las imágenes en blanco y negro de una travesía en tren. Esta resulta como una alegoría del viaje infinito de la movilidad humana. La eterna e imperecedera peregrinación de mujeres y hombres.

Una de las protagonistas nicaragüenses de El Mito Blanco.

Con estas dos metáforas, la del tren viajando y el color blanco y negro que le imprime a la cinta, Serra nos plantea un doble recurso simbólico. Este representa la dualidad del fenómeno sobre el cual reflexiona: el de una sociedad fundada a partir del mito de saberse blanca, que se ve así misma desemejante respecto a la realidad mestiza y migrante del resto de países centroamericanos. Con esta reflexión el autor interroga la singularidad del ser de una nación.

Como dice el cineasta costarricense Jurgen Ureña, en su crítica sobre este mismo filme: “La reflexión en torno del mito de la blanquitud costarricense no es nueva, lo que no resta méritos al largometraje dirigido por Gabriel Serra. Al contrario: posiblemente una de sus mayores virtudes reside en la capacidad de actualizar ese debate”.

Y es con esta actualización que plantea Ureña, que se emprenden esas batallas de la transparencia, que cuestionan al mito y refrescan la crítica. Esa aproximación a la verdad, esa transparentización de una realidad lo más que se pueda.

Sin lugar a duda, Costa Rica es un país ejemplar, marcado por una civilidad longeva que, a pesar de estar anclado en una región extremadamente inestable, ha logrado resistir y sostener su democracia y su pacifismo, lo cual revela el espíritu de un pueblo. Y es evidente que toda sociedad próspera es un imán que atrae los sueños de los que necesitan migrar.

Con las historias relatadas en esta película, cualquier migrante del mundo podría sentirse identificado. La primera retrata a una mujer nicaragüense que huye de la violencia política de su país, pero que siente que la nueva tierra: “No llena, siempre hay un vacío”. Estas son cavilaciones que solo al migrante le son reveladas, cuando reflexiona sobre sí mismo. Se trata del espacio del vacío, del quiebre del pasado y del futuro.

En la segunda, una indígena de la comunidad Ngäbe-Buglé (Panamá) se enfrenta con las barreras del idioma. No sabe español y sus hijos van perdiendo su lengua nativa por desuso. Esta mujer está librando una batalla que no va a ganar.

El director de El Mito Blanco, Gabriel Serra, con miembros de la comunidad Ngäbe-Buglé de Panamá. Foto: Melisa Valarino

Por último, la historia número tres, que es la de un señor afrodescendiente, de edad avanzada, que vive en la costa caribeña costarricense. Él ve cómo se diluye su cultura negra originaria, producto de las mezclas étnicas. Lamenta ver la pintura de un pasado que lo va borrando la crueldad del tiempo.

Estos testimonios descolocan las apariencias sobre las que uno está convencido y se libran las batallas por transparentar los muros que nos ocultan las verdades que están más allá. Verdades que no podemos ver con llaneza, porque estamos retrotraídos en el mito.

Cuando se escuchan otras voces, se fuerza al redescubrimiento de un país para destejer sus imaginarios y retejerlos con los hilos de esas realidades invisibilizadas por el mito blanco.

Son como la Alegoría de la caverna de Platón, esa famosísima metáfora que explica la situación del ser humano respecto al conocimiento de sus creencias, de sus autopercepciones.

Platón en esa obra recrea a un grupo de hombres que están encadenados dentro de una caverna, con la mirada fijada hacia la pared de la cueva. Mientras, otros hombres que son libres, proyectan las sombras de varios objetos iluminados por una hoguera. De modo que los encadenados toman como única verdad esas sombras proyectadas en la pared y desconocen cómo realmente son esos objetos que solo son percibidos por las sombras que emanan.

Así es como la humanidad ve la realidad, de manera distorsionada, difusa, ocultada. Nos quedamos conformes con la proyección de las apariencias. Para encontrar la verdad hay que liberarse de los mitos, cuestionarlos, ponerlos en tela de juicio. Es decir, liberarse de las cadenas de los prejuicios y voltear la mirada hacia afuera de la caverna y salir de ella a encontrarnos con la verdad.

Una sociedad debería estar constantemente volviendo los ojos hacia la luz para redescubrir la verdad que es anegada constantemente por las sombras del mito.

Gabriel giró la cabeza y dirigió su mirada hacia afuera de la “caverna” con este filme, e intenta mostrarnos una realidad de manera más profunda y completa a través de su arte, de esa lente intimista que le caracteriza, de su exquisita estética y de su marcada sensibilidad social. Ingenios que son permanentes en su obra cinematográfica.

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