La placita de las viandas
Osmel Almaguer
La placita de mi barrio, en donde el Estado vende sus productos agrícolas, tiene más poder de convocatoria que misma plaza de la Revolución.
Puede parecer un chiste o una exageración, pero la gente ya no desfila por propia voluntad, sino presionada por temor a perder su trabajo, sus puestos en él, o el “aval revolucionario” que siempre te piden cuando solicitas empleo.
Sin embargo, cuando se oye la voz de “hay plátano a cincuenta centavos la libra en la placita” o “sacaron unos tomates grandísimos,” ahí si que todo el mundo agarra la jabita de nylon y compra lo que puede.
Los alimentos a bajo precio y con buena calidad son una cosa extraña en los tiempos que corren. La gente está un poco aburrida de tanto mensaje revolucionario y tan poca comida e insumos.
La gente culpa al mismo que lanza esas convocatorias, de todos los males que padece nuestra sociedad. No quiero ser tan absoluto, pero algo de razón llevan.
La placita surgió a finales de los 90, reponiendo los agromercados, que antes cumplían su misma función, o sea, llevar al pueblo el producto agropecuario de factura estatal, pero que habían pasado, en medio de la crisis y escasez de alimentos, a ser puntos de venta de particulares.
La oferta de la placita es más reducida, pero también más barata. La calidad de sus productos es más baja, pero aceptable. La placita de mi barrio es una de las mejores que he conocido. Siempre tiene al menos tres o cuatro productos distintos.
Todavía carecemos de medios y organización para explotar nuestras tierras, a pesar de ser un país que depende de ellas. Hay muchas barreras, a veces humanas, de conciencia, de voluntad o de mentalidad, que nos están frenando, y hacen que el panorama luzca peor.
Dice mi padre que no hay suficientes camiones para trasladar el producto a la ciudad, y que el trabajo en la tierra es duro, eso me consta.
Hace unos pocos días vendían unos plátanos en la placita a 2.50 pesos la libra (MN). Aunque parezca lo contrario, es un precio demasiado alto para nosotros, por eso casi nadie lo compró.
El producto comenzó a estancarse y pronto comenzó su deterioro. Entonces, y solo entonces, comenzaron a venderlo a 50 centavos. Fue así que todos lo compramos hasta que se agotó.
No importó que no estuviera en perfecto estado, pues estaba reemplazando la carencia del arroz.