Ni César, ni Burgués ni Dios

Armando Chaguaceda

Restos del Muro de Berlin (Potsdamer Platz), Foto: Wikimedia Commons
Restos del Muro de Berlin (Potsdamer Platz), Foto: Wikimedia Commons

Pronto se cumplirán 20 años de la caída del Muro de Berlín, suceso que marcó el triunfo ideológico del proyecto neoliberal en la política y la vida cotidiana a escala global. Es Imaginable que la cobertura de la prensa cubana, la misma que ignoró hasta el postrero e inocultable momento los sucesos de Europa del Este, se centrará en destacar los costes sociales de la transición al capitalismo.

Un saldo cierto y lamentable  de pobreza, criminalidad y pérdida de solidaridad, pero que se asume como inevitable por muchos encuestados de esos países, al ponderar el incremento de los derechos personales y el establecimiento de barreras a la otrora todopoderosa intromisión estatal.

Para los cubanos que, haciendo un alto en la lucha cotidiana, recordemos esta fecha, el sabor será ambiguo. Por un lado una cierta idea de abandono, de traición y entrega al imperialismo asaltará a muchos.

La comprensión del derecho a la autodeterminación de los pueblos (válido incluso, como dijera Fidel en 1989, para respetar la decisión del retorno al capitalismo) tendrá eco en algunos. Y para la mayoría la nostalgia, por los tiempos de despensas abastecidas y certezas -aparentes- sobre el futuro, teñirá los colores de este noviembre.

Lo evidente es que, al margen de un puñado de revistas y foros académicos, la población y los políticos del patio no debatirán, al calor de la fecha, sobre el legado más importante: la semejanza estructural existente entre los regímenes derrumbados en 1989  y el diseño institucional cubano.

Cierto es que ello no significa identidad absoluta, pues factores culturales (presencia del antimperialismo) y geopolíticos (nexo entre socialismo y liberación nacional) signan las peculiaridades del caso cubano.

También la existencia, por casi medio siglo, de un liderazgo carismático capaz de suscitar, por encima de errores, el apoyo mayoritario de la población cubana; y la defensa de políticas sociales y redistributivas de amplio impacto, actualmente amenazadas por la crisis y la veloz expansión de patrones de desigualdad.

Ya es hora de discutir, junto a las propuestas concretas de eficiencia, ahorro y disciplina que los debates propiciados por el gobierno estimulan, los alcances en la vida institucional y cotidiana de ese socialismo de estado en nuestro país. Los logros, carencias e inercias actuantes de un modelo estatista y centralizador que subordina las organizaciones sociales a un papel de correas de transmisión de decisiones nacidas en el híbrido Estado-Partido. Su incompatibilidad con los principios de un republicanismo auténticamente  martiano y los valores de la decencia pública.

Para pensar en un «socialismo del siglo XXI» es necesario pasar balance sobre experiencias fenecidas y existentes (incluidas las asiáticas y cubana) y articular las nuevas estrategias y actores emergentes en Latinoamérica con la superación crítica de los desempeños del socialismo del siglo XX.

En esta lucha resulta clave rescatar la idea de autonomía, que alude a la capacidad de los sujetos de estructurar sus procesos participativos a partir de normas o principios que ellos mismos dictan y aceptan sin coerción o influencia externa.

De sostener una relativa independencia práctica e identitaria de las colectividades y discursos particulares (jóvenes, campesinos, mujeres, ambientalistas, etc.) con respecto a  las maquinarias institucionales (estados y partidos) que tratan de subordinarlos.

Reivindicar los ideales de  autogestión, que procuran el control y la gestión de recursos propios para desplegar formas organizativas más horizontales y transparentes.

Parece una lucha inmensa (y en efecto lo es) pero es preciso acometerla antes que el cansancio propio y la «vitrina de seducciones «del vecino hagan el resto. A ver si recuperamos la senda que nos anunciaba, en una hermosa canción olvidada por nuestro «sentido común» capitalista, la llegada de un mundo que no precise «ni César, ni Burgués ni Dios.»