Cubanos en Internet: una existencia perpetua y efímera
Por Emilio Sánchez (El Toque)
HAVANA TIMES – A principios de 2019, cuando un tornado atravesó La Habana desde 10 de Octubre hasta Regla, los datos móviles fueron el primer recurso que utilizaron muchas personas para articular redes de apoyo, enviar mensajes de ánimo y coordinar acciones humanitarias. Fue un acto hermoso, auténtico y natural. Desde entonces ha crecido la cantidad de usuarios conectados. Como consecuencia, muchas esferas de la vida cotidiana han migrado hacia el espacio digital y asumido otras formas y dinámicas.
La COVID-19, además, ha removido los cimientos que daban forma a la vida cotidiana tal cual la conocíamos. La limitación de movimiento y peligro invisible nos recluyen cada vez más en el espacio individual. Pero como seres sociales necesitamos del otro para informarnos, para comer, para movernos; necesitamos del otro para seguir siendo una sociedad.
Las plataformas de redes sociales exponen nuestras creencias, valores y la percepción que tenemos de nosotros mismos, de un modo abrumador, y a la vez abren una brecha tecnológica que afecta el modo en que somos parte de ella. Edad, capacidades tecnológicas, cultura, condiciones físicas y económicas segmentan a los diferentes usuarios de Internet que nos ha traído esta ola de datos móviles, cuarentena y madrugadas de datos a mitad de precio.
La mudanza de los cubanos al espacio digital ha sido irregular, escalada y parcial. No obstante, ha impuesto sus propias dinámicas y el impacto en nuestras vidas es cada vez más visible.
Buenas intenciones pero…
Desde el comienzo de la primera cuarentena el Gobierno habló de alternativas digitales y comercio electrónico para evitar la aglomeración de personas y su movilidad. Esta buena intención fue aplastada instantáneamente por el desabastecimiento, la improvisación al lanzar el servicio y la inexistencia de una perspectiva de usuario a la hora de crear plataformas digitales.
Luego de años, por primera vez el Gobierno crea una plataforma que de algún modo sitúa en la mente de los cubanos la idea de que «es posible comprar en Internet». Aunque la realidad nos diga que es prácticamente imposible.
A la vez, la iniciativa privada ha sido una alternativa para la compra de mercancías e incluso el trueque. Familias y negocios han emprendido servicios de envío de comida, repostería, moda, diseño… y han utilizado las plataformas digitales para su comercialización. Servicios para realizar pagos y transferencias como EnZona y Transfermóvil han impulsado también este fenómeno.
Por otro lado, la experiencia no ha sido tan esperanzadora, los grupos de venta en Facebook y WhatsApp no han servido solamente para emprendedores que desean vender sus mercancías. Acaparadores de productos las han utilizado para revender a precios que muchas veces duplican o triplican el establecido en el mercado oficial.
A mayor cantidad de tiempo en casa y menos posibilidades de salir a la calle e interactuar con los demás, se incrementa el uso de los sitios y aplicaciones de redes sociales para comunicarnos con amigos, familiares y colegas. El crecimiento del uso de Internet por datos móviles da fe de esto. Según Cubadebate, en junio de 2020 Etecsa contaba con 3.8 millones de servicios de Internet a través de la red móvil y una cobertura poblacional del 85.5 %.
La cuarentena también ha multiplicado la cantidad de grupos de WhatsApp entre amigos, familias, centros de trabajo, etcétera. Se veía venir, teniendo en cuenta la entrada de la conexión 4G y el teletrabajo.
En este contexto, las aplicaciones de mensajería WhatsApp, Messenger y Telegram, más las nacionales CubaMessenger y Sijú, se han convertido en los recursos más usados para la comunicación vía Internet. Lo cual fue en parte una consecuencia de la cuarentena y el derivado aislamiento físico y social.
El hecho de que la cuarentena nos haya forzado a utilizarlas como principal vía de comunicación nos lleva también a asumir sus códigos y formas como lenguaje.
¿Existimos para el otro a través de la virtualidad?
La forma más auténtica de comunicación mediante estas aplicaciones es la videollamada; podemos ver a la otra persona en contexto, sus expresiones faciales al hablar, el tono de su voz y su mirada. En este caso, solamente factores tecnológicos como la calidad de la cámara, la velocidad de conexión y el tamaño o calidad de la pantalla condicionan el mensaje que enviamos. ¿Y será que ese mensaje es nuestro modo de existir para el otro?
Con los mensajes escritos pasa distinto. El chat nos sitúa totalmente en la interpretación del otro. Los matices que podría añadir el tono de voz, la mirada o nuestros gestos en la comunicación verbal son sustituidos ahora por emoticonos que vienen a decorar nuestro texto. ¿Existimos entonces para el otro a través de palabras? ¿Emoticones? ¿Gifs? ¿Una foto de perfil?
Por último, están los audios. (¿Ustedes también escuchan sus propios audios?). El audio de WhatsApp o de Telegram tiene una particularidad: nos salvan de la llamada, de tener que responder inmediatamente, de exponernos demasiado. Hace poco un amigo me contaba cuánto odiaba responder una llamada, a mí me pasa algo similar. El audio es a la vez la posibilidad de un discurso unidireccional, aunque con más matices. Se suele utilizar cuando es un tema complejo y difícil de explicar por texto.
No todos se enfrentan al uso de un teléfono móvil con las mismas capacidades: ni lingüísticas ni visuales ni tecnológicas. Esto representa una notoria brecha en el uso de las tecnologías.
Para entender la brecha digital no es necesario acudir a explicaciones o ejemplos técnicos. La brecha digital está en la abuela que no puede contenerse cuando escucha un audio por WhatsApp y le responde al teléfono tal cual estuviera en una llamada. Está en la persona que no puede costear una conexión extendida en el tiempo a Internet y por lo tanto ve sus conexiones limitadas por el impase entre un salario y otro. Está en las zonas de silencio a las cuales no llega la señal de Etecsa. Está en las personas que usan Internet solo para chatear.
Personalidad digital. ¿Yo soy mi perfil?
En la intención de reproducir nuestras formas de existencia física, el espacio digital recrea nuestra persona en un perfil/avatar que denominamos con nuestro nombre e identificamos con nuestras fotografías, pensamientos. Este perfil, aunque público, lo asumimos como únicamente nuestro. Es aquí donde ocurre la primera fractura. Ciertamente, nuestro perfil responde a quienes somos y consecuentemente lo utilizaremos para decir lo que creemos, lo que nos gusta y lo que queremos mostrar de nosotros.
Asumimos nuestro perfil en redes sociales como el espacio en el cual se ejerce la dictadura del yo o, en todo caso, el «superyo» del que habla Freud; lo convertimos en una representación/proyección de lo que creemos ser.
Los sitios y aplicaciones de redes sociales son el espacio virtual en el cual nuestras proyecciones individuales coexisten. Son la plaza pública virtualizada y representada en memes, hashtags, texto, imágenes, fotografías o videos llenos de sentido y significado que nos puede resultar agradable o no. La complejidad comienza cuando cada uno de estos contenidos recibe valoraciones: me gusta, me encanta, me enoja… y es replicado por otras personas o recibe comentarios. Es entonces que podemos ver nuestra proyección morir en el olvido, o ser vapuleada y atacada por quienes no la aceptan o recibiendo amor de quienes empatizan con ella. Cualquiera de las opciones puede ocurrir.
En estas plataformas interactuamos con una foto de perfil y palabras en una pantalla, de algún modo esto nos deshumaniza un poco, llevándonos a ser en ocasiones crueles con quien no estamos de acuerdo. Total, nos mantiene a salvo una pantalla y si la situación se torna desagradable basta con desactivar los datos móviles, eliminar la publicación o bloquear a la persona.
La fragilidad de la existencia
La existencia digital es similar para nosotros a la de nuestros antepasados: a través de fotografías, textos o videos, más allá de los recuerdos. De algún modo la existencia digital puede ser tan perpetua como la tecnología a través de la cual existimos y, a la vez, igual de frágil y efímera.
Estas plataformas, cada vez más centradas en la inmediatez, ponderan los contenidos de última hora. La velocidad y la actualización de los contenidos se han vuelto un indicador de impacto. Las historias son un ejemplo clave. Si el hecho de que la navegación en estas aplicaciones se realice a través de un feed nos obligaba a vivir en un constante presente, las «historias» (traducidas de «stories», cuentos en inglés) de WhatsApp, Instagram y Facebook lo confirman.
Probablemente nunca alguien pensó que un concepto como historia se convertiría en algo que dura solamente 24 horas. ¿Tendrá esto alguna influencia en la noción de historia para los nacidos digitales hispanohablantes?