Caco Tiratiros: secretos, anhelos y paredes rotas

Fotos por Néster Núñez

Fotos y texto por Néster Núñez (Joven Cuba)

HAVANA TIMES – “Madre, aquí está su hijo, Enrique Eugenio Zayas Batista, ofrendándole este dinero para que usted me lo duplique en nombre de mi madrina Raiza —Maferefún todos los días, Raiza— y la muerta que la acompaña, que es mi ángel de la guarda, la que me protege y me guía y la que me tiene en el lugar donde estoy”.  

Enrique Eugenio Zayas Batista atraviesa la piel dura de la calabaza con la punta de un cuchillo, cuidando no herirse. Repite la acción siete veces, con seguridad, sin apuro ni rabia, y yo quedo a la espera de que brote un líquido amarillo mezclado con semillas, como si la calabaza le fuese a entregar a Enrique, en señal de promesa, de pacto mutuo, su sangre y su corazón. Pero de inmediato me doy cuenta de que a la entidad superior no se le exige garantías. Enrique tiene fe, necesita de Ella, y los cortes limpios y profundos que va haciendo y que abre más y más con el cabo de una cuchara no son heridas, sino sonrisas: 

—Si Usted me da lo que yo le pido, le aseguro que yo le doy un toque a Usted que se va a sentir en toda la ciudad.

—Necesito que Usted me guarde este dinero para que nadie sepa que yo lo tengo escondido ahí. Como Usted lo hacía, que escondía su dinero en las calabazas… Para que ni Elegguá, ni Shangó ni Oggún sepan dónde yo tengo mi dinero.

Son 21 monedas amarillas que empuja hasta el fondo por las siete sonrisas que le hizo a la calabaza. Yo desearía que fuese una victrola, que saliera una melodía cada vez, una canción alegre que estremeciera hasta los envejecidos cimientos de cantería de esta casa de todos, o un bolero lacrimógeno que nos hiciera pensar en la suerte que están corriendo los miles de Enriques de los que se han llenado nuestras calles en los últimos años.

En cambio, él lo ve más como una especie de máquina tragaperras, como si en un casino de pronto sonara la campanita y la moneda que metió liberara cientos de otras, y de más valor. Supongo que esto es la calabaza para él: una especie de lámpara maravillosa. O estaré equivocado. Será que aún desconozco cómo funciona su Fe.

—Y cuando esta calabaza se diseque, Usted me va a dar lo que yo le pida. ¡Seguro!

Vierte una parte de la miel en la palma de su mano y embadurna toda la calabaza. Luego, también su cara. El rostro negro, con todas sus arrugas, le brillan. Los ojos ya le chispeaban desde antes, tal vez por la emoción del ritual o porque, inevitablemente, reflejan las llamas de los cartones y papeles que cada día quema en un rincón para ablandar el par de boniatos o plátanos burros que le sirven de alimento. Cuando termina con la miel, se dirige hacia la habitación donde duerme: 

—Y ahora la voy a poner a Usted en lo más alto que hay en mi cuarto —dice.

Lleva la calabaza como si fuese un objeto antiguo y frágil. Es la más pequeña que encontró en el mercadito de la esquina. Pagó 60 pesos por ella. Por la miel, 200. En total, casi 150 latas vacías y escachadas. Pero no va pensando en que 48 de ellas hacen un kilogramo, que vende a noventa pesos: lo protege la esperanza, que flota a su alrededor y hace ondular con gracia el vestido desteñido que encontró donde mismo encuentra las latas.

Veo a Enrique elevar sus ilusiones hasta la repisa más alta, calabaza sonriente, con la misma actitud con que se mete de cabeza en un cesto de basura bajo el sol de la tarde, deseando hallar en el fondo las fuerzas necesarias para continuar adelante.

El palacio

En el mismo centro histórico de Matanzas, próximo al Ayuntamiento (actual sede del Gobierno provincial), y muy cerca también de los principales comercios, de la Catedral y del parque más importante, se fundó en 1870 el Colegio Sagrado Corazón de Jesús, de los Padres Paúles.

Concebido como una escuela exclusiva para varones, la educación impartida allí combinaba los valores éticos de la iglesia católica con asignaturas como Ciencias, Gramática, Inglés, Mecanografía, más otras relacionadas con el comercio y los bancos. Contaba con una Sala de Historia Natural, un Gabinete de Física y Química, una biblioteca y el Oratorio. En el renombrado plantel estudiaron alumnos que luego se convirtieron en eminentes profesionales y personalidades en la ciudad.

En la década de 1940 los Hermanos Maristas asumieron la rectoría del Colegio, hasta que fue intervenido en 1959 por el gobierno revolucionario, que lo convirtió en una Escuela de Idiomas.

Cuando Enrique entró al edificio por primera vez, no fue con la intención de estudiar inglés ni nada, porque desde hacía mucho tiempo una parte del ala izquierda había colapsado, lo que obligó a clausurar la escuela. En los años subsecuentes, la escalera de madera hacia el segundo piso se pudrió y las plantas se adueñaron del patio interior y de los muros. Raíces como boas levantaron las losas de los pisos y separaron la juntura entre los cantos, y las maderas de puertas y ventanas se desvencijaron por el comején y la humedad. Del imponente edificio que había sido el Colegio de los Padres Paúles, solo quedaban ruinas. Entre ellas, Enrique construyó su hogar.

—Yo había salido de la prisión y me estaba quedando en casa de unas amistades. Pasaba todos los días por aquí y veía gente durmiendo por las noches, y me dije: “Yo me voy a meter ahí”.

Dice que una tarde entró con sus pocas pertenencias y sin mediar palabras habilitó una cama de cartones en una de las aulas más apartadas. En ese mismo lugar empezó a cocinar con leña, en algunos calderos viejos que encontró botados. Pero los que pernoctaban allí, incluido un español, según cuenta, “eran unos puercos, hacían sus necesidades en cualquier parte. Donde quiera había una plasta de mierda”. Dice que tuvo que ponerle freno a aquello. Gritó un par de palabrotas, que ni en la peor de las cárceles se vivía así, y exigió orden. Al final, los otros se fueron y Enrique se trasladó, victorioso, a la habitación que ocupa ahora, con ventanas hacia la calle.

Para las personas curiosas y sensibles, pasar por esa calle y mirar adentro es inevitable. Duele ver las estructuras de metal retorcidas, los muros rasgados como papel por la mano de un niño, las barandas de hierro fundido colgando en el aire. Aun así, el edificio conserva algo de su antiguo esplendor. Quizá las yagrumas altísimas, la vieja madera de la puerta de entrada o los dibujos de las baldosas aporten algo de magia, o quizá sean las tendederas de ropa colorida que siempre verás en el patio. El sentimiento del que mira es ambiguo. Es como echar una mirada a una parcela de pasado prominente, y a la vez constatar el futuro desastroso que nos espera si algo en este país no cambia muy rápido.

Sin agua, sin refrigerador, sin teléfono móvil, sin absolutamente ninguna de las comodidades de la vida actual, y rodeado de ese toque bucólico que aportan las plantas, el polvo y el desorden, Enrique lleva allí una vida como del medioevo. Pero no se siente siervo, sino amo indiscutible del lugar. “De aquí no me saca ni Díaz-Canel. Tendría que venir con las tropas especiales”, asegura. “Si intentan botarme salgo encuero para la calle y formo la tiradera de mierda”, señaló una cubeta con tapa escondida en un recoveco, y no fue necesario indagar por el contenido. “¿De dónde tú crees que me viene el apodo de Caco Tiratiros?”. Es un método de defensa que aprendió muy joven, en la primera de las cinco prisiones donde estuvo.

Pero ahora, a su modo, es libre. La esclavitud que representa en este país conseguir diariamente un poco de comida termina en alguna medida cuando entra y tranca la puerta con un palo. Apenas pone un pie en el primer escalón de su palacete, se siente dueño y señor.  O, mejor, en sus palabras, “ama de casa”. Las uñas de sus once dedos nunca dejan de estar pintadas, pero él disimula su feminidad mientras desanda calles, basureros y restaurantes en busca de latas. Solo en el interior del antiguo Colegio Sagrado Corazón de Jesús, el de los Padres Paúles (católico y exclusivo para varones), Enrique es todo lo mujer que le sale de sus entrañas.

Una de las tardes que paso a visitarlo, él anda por las habitaciones de arriba. La luz del sol hace más intenso aquel mismo vestido amarillo, que ahora parece un plato de harina de maíz con aguacates. Enrique está acabado de bañar. La piel negra también resplandece mientras sonríe y enumera algunos de los tesoros que aún guarda su castillo:

—¿Ya tú subiste a hacer fotos? ¿Viste los grafitis? “Te amo, bebita”. “Yunier hizo el amor aquí”. Y en la pizarra todavía hay escrita una clase de portugués… ¿Te dije que yo soy una mezcla de haitiano con jamaiquino?

Por algún motivo me viene a la mente los versos de Martí: “¿Y tus zapatos, Pilar? Tus zapaticos de…”. Pero lo que faltan son las barandas:

—¿Y las barandas, Enrique? ¿Las barandas de hierro fundido que adornaban todo el balcón del segundo piso, dónde estarán?

Es un idioma distinto el de la supervivencia extrema.

—Fui a Camagüey unos días a visitar a mi familia, y se las robaron —dice, se encoge de hombros, le resta importancia al asunto y señala el piso—. Y también se llevaron muchísimas losas.

En el mismo centro histórico de la ciudad pululan valores que no debemos juzgar los que pasamos menos trabajo para comer un poco de arroz y picadillo. Desde lo más profundo de mi corazón quiero pensar que Jesús, de estar con el Padre en el Cielo, aceptará que lo que antes fue un colegio de gente de dinero sea ahora el modestísimo templo de uno de sus hijos más irredentos y desamparados.    

*****

En los tres días posteriores a mi última visita, Enrique botó los escombros de una parte del patio, sembró ají, cilantro y la flor de papel en gomas de carro o cubetas viejas, y también adornó la sala con unas rosas rojas muy llamativas, plásticas. Un noviecito que tuvo descubrió unos cables con electricidad en una esquina del dormitorio e instaló un bombillo que le costó 240 latas vacías, y alumbra menos que un candelabro antiguo.

Pero esa tarde tiene un jabón en la mano y todo le resbala. El agua la busca en un pasillo que hay en la esquina. Seis cubetas le alcanzan para cocinar, bañarse, lavar y limpiar. La de tomar la pone en un tanquecito aparte. Está tirado en cuatro patas en el piso, dándole cepillo al short lleno de tizne con el que cocina, cuando me dice:

—Asere, ya dime Naomi, Karol G, Madrina, Caco, Charito… Tengo una pila de alias. Tú escoge.

La calabaza sonriente lo mira desde la repisa elevada. En su interior hay 21 monedas —los anhelos de Enrique—, pero quizás también esconda muchos de sus secretos.

—Caco, ¿puedo preguntarte por qué estuviste en prisión cada una de esas veces?

Él asiente, como si desde el principio estuviera deseando que le hiciera esa pregunta. Deja el cepillo a un lado y me mira a los ojos. Antes de responderme recorre con la vista el patio, justo cuando cae un ladrillo de la pared más rota.

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