Irse o no irse de Cuba

Verónica Vega

Ilustración por Yasser Castellanos de la serie Pensando en Cuba.

HAVANA TIMES — En una conversación entre colaboradores de Havana Times, alguien habló sobre la elección de emigrar, y el editor comentó que era un buen tema para cada uno argumentar si se iría o no, y por qué.

Pensé que un buen título sería Por qué aún no me he ido de Cuba, pues cada vez parece más irracional que la emigración definitiva no esté en la agenda del cubano.

Y recordé una experiencia más o menos reciente al visitar a un amigo. Este, un excelente carpintero, me comentaba que estaba tramitando la ciudadanía española y cuando tuviera, al fin, “su carta de libertad”, intentaría explorar cómo salir con su esposa e hija.

Eso me sorprendió, porque siempre había manifestado un interés sincero por el futuro de la Isla, y hasta sopesaba la posibilidad de colaborar con algún proyecto cuyas bases fueran promover apertura, pluralidad, diálogo, consenso… todo lo que pudiera impulsar aquí un verdadero cambio.

Estaba presente también otro amigo, un excolega del preuniversitario donde estudió mi hijo.  Cuando el anfitrión supo que el joven tenía a su mamá en Europa y el resto de la familia materna en Estados Unidos, le preguntó cuándo se iba. El joven respondió: “No tengo planeado emigrar, quiero estudiar aquí y hasta donde me sea posible, hacer algo por Cuba”.

Mi amigo reaccionó con más emoción que asombro y dijo: “Cómo me gustaría rodearme de gente como ustedes”.

Luego nos confesó que en el roce diario con sus clientes, gente de desenvolvimiento económico, muy enfocada en lo material, había llegado a sentir que cualquier futuro mental debía concebirse con el exilio como punto de partida.

Lo comprendí enseguida, ya que mis amigos de los 80 y 90 emigraron, y los nuevos también han ido (y siguen) desapareciendo. Pero al mismo tiempo no pude evitar pensar en el comentario de otro amigo, ex diplomático, que ha viajado casi todo el mundo: “Hay gente que se va, no para vivir mejor, sino para comer mejor, que es algo muy distinto”.

Me pregunté cuánto puede influir en la apreciación de la realidad una opinión tan general y arraigada, y si este “síndrome del exilio”, por llamarlo de algún modo, se puede adquirir por contagio, como ocurre cuando se anuncia un peligro a una multitud, desatando una estampida.

Siquiera el hecho de circunscribirnos entre si nos quedamos o nos vamos denota limitaciones congénitas, porque los primermundistas recorren el mundo, se instalan aquí o allá sin los traumas que nos marcan a nosotros. Tienen las ventajas de la tecnología para comunicarse con su familia, nadie los tilda de “apátridas”, no corren riesgos de perder su ciudadanía ni propiedades en herencia. El desplazarse es parte de su cultura, desde niños.

Pero de ese dilema cubano he oído criterios tan radicales como el de un conocido, casado con un extranjero: “Todo el mundo debería irse, especialmente los jóvenes”.

Ni siquiera atiné a preguntarle cómo la solución puede ser que un país entero se quede vacío. Simplemente me quedé pensando en lo particular que es la vida para cada uno, y en cómo las experiencias no se detienen, estés donde estés. Circunstancias extremas pueden sacar lo peor de un ser humano, pero también lo mejor, como pasó con Nelson Mandela en largos años de prisión.

Yo creo que en este vasto universo físico y mental que recorremos, cada cual va encontrando lo que necesita para su progreso interno. Teniendo en cuenta que ni siquiera vivimos con plena conciencia el presente, pues siempre estamos atrapados en pensamientos sobre lo que hicimos, sobre lo que haremos, siempre entre la expectativa y el recuerdo, comparar no tiene sentido. Percibimos y justipreciamos el mundo desde el filtro formado por la acumulación subconsciente de experiencias únicas.

Durante una entrevista que le hacía un realizador francés, un poeta y artista del performance decía ante la cámara: “Cuando dije en Miami que yo he sido libre en Cuba la gente no me creía, no me entendía, pero es verdad.”

Le dije que lo creía. Como todo lo que perseguimos afuera (paz, equilibrio, felicidad?), solo para descubrir que son sombras, reflejos, espejismos; la libertad es un estado interno, lo cual no impide que se luche por establecer las mayores garantías legales de ese estado en una sociedad que la necesita a gritos, como Cuba.

Pero por qué precisamente nosotros, condenados por décadas a la separación y la confrontación, vamos a reducir también algo tan inmenso, cambiante y prodigioso como la existencia, a una fórmula maniquea.

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