El dilema de ser cubano

Verónica Vega

HAVANA TIMES — Responder a los lectores que se toman la molestia de leerme y comentar, es cada vez una hazaña más tortuosa, y siempre de efecto tardío. Por eso quisiera expresar con este post mi gratitud a los que se preocuparon por opinar, sugerir, aconsejar en “De mi tierra baldía”, sobre este viejo dilema de quedarse o partir tan caro a los cubanos.

Hace unos años entrevisté a la escritora y realizadora de cine Elvira Rodríguez Puerto, radicada en Múnich y ante la pregunta: “¿Por qué te fuiste?”, respondió:

“Cada vez que un cubano viaja, si no regresa se le otorga el concepto del: ¡se quedó, no regresó!! ‚ El simple derecho de escoger dónde queremos estar, hacia dónde queremos ir, el simple derecho a esa libertad de movimiento, anularía esa pregunta“.

No puedo olvidar esta verdad tan fácilmente, porque a los nativos de otros países tercermundistas ningún conteo regresivo les priva de su ciudadanía, y si bien para entrar a territorios más prósperos se les exige una visa, no necesitan un “permiso” para entrar al suyo.

Nunca he logrado entender esta doble prisión, y la facilidad con que los cubanos renuncian a un derecho natal, no solo burocráticamente sino conceptualmente. Lo veo a diario, en las generaciones más jóvenes. Para ellas irse es sinónimo de éxito y cualquier ciudadanía es mejor que la de su país, así que están dispuestas a regalarla.

Las oscilantes leyes del mercado demuestran cuán relativo es el valor de algo, y cuánto depende de nuestra contribución. Entiendo que si existe un término legal de ausencia para ser considerado “emigrado”, los cubanos estamos forzados a acatarlo pero siempre desde la protesta, la no aceptación. Al menos mentalmente podemos seguir siendo libres, y no dejar que los rencores contra un orden político se extiendan a un espacio de tierra que contiene parte de nuestra memoria.

Cuando se habla de emigrar, prefiero la palabra “partir” por la doble acepción de marcha y de ruptura. Suelo decir que una parte de mí emigró hace tiempo, pues he vivido siempre al borde del exilio. Estando en el vientre de mi madre, ocurrió el éxodo de Camarioca, por el que mis padres planeaban salir. Y el que mi padre saliera solo, tres años después, determinó que mis hermanas y yo creciéramos viendo la línea azul y el abismo de agua como el único estorbo para nuestro futuro.

Una vez escribí: “no hay caminos reales sino pretextos prolongados a lo largo del tiempo y a través de ciertas longitudes físicas. Pero esto casi siempre sólo se aprende después de hecho el viaje”.

Mi abuelo materno solía contar que él viajaba a Miami para, por ejemplo, almorzar en un restaurant y volver el mismo día. Esa libertad de acción le ayudaba a ver las cosas en su real dimensión: nunca se le hubiera ocurrido trasladarse a vivir allí con su familia.

Recuerdo que cuando se fue mi prima a Estados Unidos en los 80s, estaba tan exaltada como si se fuera para Varadero. Se despidió convencida de que en unos meses todos nos veríamos “allá”. Reencontrarse solamente con su madre le llevó diecisiete años.

Escucho a los jóvenes hablando de emigrar y me doy cuenta de la enorme ingenuidad que sustenta sus sueños. No dudo de lo que puede lograrse con responsabilidad y esfuerzo aprovechando oportunidades que aquí no existen, pero raras veces esas palabras forman parte de su panorama.

En 2003 me tocó ver partir a mi hermana menor, gracias a la lotería de visas. En 2006 se viabilizaba la reclamación de mi padre para mí, como madre soltera y mi hijo, entonces menor de edad. Sin embargo, ya había conocido a mi pareja actual, y tal vez por eso para mí nunca hubo un dilema: el destino ya estaba trazado. Los acuerdos migratorios no contemplan imprevistos como esos.

Los sentimientos, -se me ocurrió una vez- son ante los legistas como la flor de El principito para el geógrafo. Sólo se registran archipiélagos y montañas: una flor no puede incluirse en un mapa.

Ahora es mi hermana quien está dispuesta a reclamarnos, incluyendo a mi esposo. Pero “mi equipaje”, contiene una perra y varios gatos, todos recogidos de la calle. Esta vez son ellos los excluidos del itinerario. No puedo añadir más problemas a mi hermana quien tiene sus propias mascotas; no tengo a nadie para dejárselos ni concibo el reemplazo de “dueño” como alternativa a un pacto de afecto.

Irse o quedarse sigue siendo pues, un simbolismo. Si se considera que la vida es esta sucesión de años en un solo cuerpo, entiendo la compulsión por elegir el mejor espacio geográfico posible, pero no creo que esta caja mecánica pueda contener todo lo que somos, ni que la muerte sea el fin.

Por otro lado, he visto ya que hay cosas de las que no es posible huir, y nos alcanzan en cualquier momento, y en cualquier parte.

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