Jorge Milanés Despaigne
Al llegar al mercado, ella preguntó el último, la miré y en esa ocasión pude observarla con detenimiento. Ahí estaba la obra de arte, muy pegada al suelo, en pie. La mirada mía fue tan insistente que al darse cuenta, me preguntó si estaba bonito. «Claro que sí, te queda muy bien», le contesté.
Un grupo de señoras de edades diversas que también estaban en la cola, se percataron de la conversación y establecieron un diálogo ameno en el que rivalizaban opiniones al respecto, unas a favor y otras, en contra del tatuaje, mientras ella y yo las escuchábamos.
«Si yo fuera joven con ese cuerpo…» —enfatizó una de las octogenarias— «me hubiera hecho unos cuantos tatuajes: antes no se hacían tan coloridos, llenos de originalidad, hoy son una belleza.”
Al instante, Raquel para complacer a aquella señora, cuyos ademanes apasionados burlaban el paso de sus años, se levantó ligeramente la blusa y mostró el otro grabado que se había hecho debajo del ombligo.
Mi vista se aferró.
«¿Y no hay más?,” le pregunté con una abierta sonrisa…
Por mucho tiempo, los tatuajes en los cuerpos de las personas eran mal mirados y rechazados por la sociedad en Cuba. Cuando alguna persona se tatuaba, este era símbolo de ex-recluso y durante décadas encarnó una pequeña minoría de nuestra población.
La visión social hacia el tatuaje, grabado en diferentes partes del cuerpo humano, incluso, en lugares inimaginables, hoy es diferente.
Aunque todavía algunos no lo aceptan, lo cierto es que hay personas que exhiben verdaderas obras de arte, no importa la edad ni la clase social a que pertenezca.
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