Jorge Milanes
Samuel, hijo de una de mis compañeras de trabajo está en una guardería, en Cuba le llamamos círculo infantil.
Todas las mañanas, en el trayecto a su segunda casa, conversan muy animados, temas tradicionales. Entre ellos no existen prejuicios y, como un caballero, le pide a su mamá ir en busca de su amiguita Patricia.
Hace un par de días, la seño del círculo seleccionó unos niños para hacer un grupo de baile que actúe en la actividad de fin de curso.
Samuel fue seleccionado y creyó que a Patricia también la iban a seleccionar como su pareja de baile, pero no. Niño al fin, no entendía lo que sucedía.
Todas las tardes, mi compañera Nora pasa por el círculo a recoger a su hijo y la amiguita. Entre ellos se cuentan lo que hacen durante el día —muchas veces los niños dicen cosas interesantes en sus conversaciones, hay que escucharles—.
Muy elocuente, Samuel le dijo a su mamá que estaba contento, porque la seño lo había seleccionado junto con otros niños, para bailar en la actividad de fin de curso.
“¿Y a Patri?” —le preguntó curiosa.
“No, la seño dijo que no.”
Mientras el niño hablaba, Nora se acordó que en su familia hay chinos, negros, blancos, hindúes y un largo etcétera, así que interpretó la sutileza racista que había detrás del hecho.
Esperó al día siguiente, en que, incómoda, preguntó a la maestra por qué en el grupo de baile no estaba Patricia.
“Ella no me da el balance estético-coreográfico…”
“¿Qué dice usted? —chasqueó la lengua la mama de Samuel— ¿Dónde está la directora?… Es a usted a quien hay que balancearle la cabeza. ¡No a la coreografía!”
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