Erasmo Calzadilla

HAVANA TIMES — El pasado lunes 24 de agosto cayeron las principales bolsas de valores del mundo, pero no es de eso que quiero hablar, sino de la caída estrepitosa de mi propia “empresa”, justo una semana después.

Preámbulo de los hechos

En los últimos meses, sobre todo estos últimos ultra-calurosos del verano, me he dedicado a transportar hamburguesitas de jamón y queso. Casi todos los días llevo 100 a 200 desde donde las elaboran hasta los puntos de venta; cargándolas en el cajón de mi bicicleta y, a veces, en la guagua. Con este “negociazo” libre de impuestos, a mediodía estaba de regreso en casa con uno o dos dólares en el bolsillo, dispuesto a descansar, a disfrutar de la vida, a leer y a escribir y a colaborar con las labores hogareñas, que siempre abundan.

Me trabaron cerca de Prado y Neptuno. Cuando vi a la perseguidora hacer un corte y frenar en seco, pensé que perseguían a un narcotraficante; cuál no sería mi sorpresa al verlos avanzar hacia mí, el traficante de hamburguesitas.

El agente requirió los documentos que me avalan como mensajero y viendo que no los portaba me llevó a dar un paseíto en la patrulla. Camino a la Unidad me tiraron por la planta (solicitaron por radio los datos de un servidor) y salió que tenía un acta por alteración del orden.

El año pasado un borracho me agredió sin ton ni son. Soy un tipo pacífico, demasiado para vivir en este mundo, pero no me quedó más remedio que defenderme. En eso aparecieron los agentes del orden y no hicieron distinción: calabozo para ambos y un borrón en el expediente.

El día que decida lanzar mi carrera de disidente, la policía política podrá afirmar, amparada en documentos oficiales, “este individuo no es más que un delincuente común, violento y evasor de impuestos.” Pero sigamos.

De todos los calabozos de la ciudad, la suite debe ser el de Cuba y Chacón; no creo que haya otro con tantas ventanas y tan fresco como aquel en que me hospedaron el lunes negro.
Había dos tipos durmiendo sobre los bancos y un tercero evacuando sus intestinos en una letrina expuesta. Este último no paraba de temblar, los propios nervios debieron aflojarle las tripas.

Uno entra al calabozo creyendo que encontrará un ambiente agresivo y termina sintiendo simpatía y compasión. Al principio también estaba muy nervioso, pero decidí respirar profunda y tranquilamente y al rato me relajé. Pensaba en mi familia, ya debía estar preocupada por mi retraso.

Como a la hora me sacaron. Dos inspectoras en plan: qué pena me da tu caso, me advierten que he violado el decreto-ley 315, infracción que se paga con 1.500 pesos de multa (unos 75 dólares).

Mil quinientos pesos es más o menos lo que he ganado este verano, levantándome casi de madrugada, dando pedales bajo un sol corrosivo que me ha dañado la piel y llenando mis pulmones de humo diésel.

El resultado neto de este verano de trabajo es: la cartera vacía, ahumados los pulmones, manchas en la piel y otra mancha en mi ya casi extenso expediente policial.

Me parece muy bien que existan leyes estrictas y agentes del orden que las hagan cumplir, pero creo que en el caso de los mensajeros están apretando demasiado. Todos los negocios por cuenta propia emplean de manera informal a personas que hacen la mensajería, botan la basura, hacen guardia noctura…; de eso vive un montón de gente de bajos recursos. La policía y los inspectores la emprenden contra los mensajeros, pero los revendedores campean por su respeto. Todo el mundo sabe dónde radican, dónde encontrarlos en cantidades industriales, todo el mundo, menos la policía.

¿Qué por qué no saco licencia o me busco un trabajo normal? Me encantaría tener uno estable y socialmente útil que me reporte lo mínimo indispensable para vivir con tranquilidad. A la pregunta responderé en otro post para no extender demasiado este.

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