HAVANA TIMES – Hay escuelas grandes y escuelas pequeñas. Hay escuelas en las que todos los niños se conocen entre sí y otras en las que son tantos que formados llenan metros y metros de patio. En Cuba hay escuelas donde sea. Al doblar la esquina de un barrio cualquiera o inmensas, en las calles principales de una ciudad, al lado de oficinas, comercios, viviendas. Hay, según datos ministeriales, más de 10 mil 350 instituciones educacionales, sin contar las de la enseñanza universitaria.
Porque hubo un tiempo en que cualquier espacio mínimamente decoroso se convertía en una escuela. Cuarteles convertidos en escuelas, y no sólo el Moncada en Santiago de Cuba. En Guantánamo, la antigua estación de policía es una escuela para niños con necesidades especiales, y el cuartel del ejército, al que debe su nombre la calle Cuartel, es la escuela primaria Rodolfo Rosell, donde estudian más de 319 niños entre los seis y los 11 años.
En mi cuadra hubo una escuela durante muchos años. Una escuela pequeña, de la educación primaria, que removía la tranquilidad durante el día y durante las noches y las vacaciones nos dejaba un vacío enorme.
No hay nada más conmovedor que una escuela, entrar a una escuela… aunque si preguntas a cualquier vecino, que solo le conoce las apariencias, dirá seguramente que es un fastidio, que es ruido y olores.
Pero, en realidad, hay pocas cosas más hermosas que una escuela, que el espíritu, que toda la dedicación y el milagro que, no importa de qué esté hecha su estructura, implica una escuela.
A mí me gustan todas, pero me sobrecogen sobremanera las escuelas del campo. Y de esas hay muchas. Algunas tienen muchos alumnos, como los concentrados de la montaña, donde van los niños de zonas remotas para que estén un poco más cerca de sus escuelas.
Pero hay otras con menos de cinco, con tres…, aunque se han ido eliminando en lo posible, aunque todavía quedan algunas por ahí, como un cuadro surrealista en medio de esta isla económicamente pobre que, no obstante, destina cada año más del 10 por ciento de su PIB a la educación.
Como periodista, también he visitado unas cuantas. Las del viaducto La Farola, camino a la ciudad de Baracoa, por ejemplo, son impresionantes. Y te las encuentras a cada rato. Con su arquitectura sencilla, como casa de campo, de tablas y tejas de zinc, y las paredes blanqueadas con cal.
En las escuelas grandes, de la ciudad, la limpieza, el orden amanece cada día gracias a un ejército de auxiliares. Pero en esas del campo se construye de a poco, se mantiene. Niños y maestros son responsables de sus escuelas, aunque las reparaciones mayores sean cosa de inversionistas que llegan de vez en cuando con las ropas que nunca usan, cargados de planes y presupuestos.
Parecen casas de muñecas. Con dibujos por todas partes, y estanterías con figuras de papier maché, y pequeñas bibliotecas con libros de lomos cuidados, como pequeños tesoros, foliados y ordenados alfabéticamente, con carteles hechos a mano de acuerdo a la materia o al género. Y bandera. Y busto de Martí. Y jardín con flores típicas, mucha rosa, y manto, y alelí.
Los niños de esas escuelas también son diferentes. Han crecido entre montañas y monte, y muchas veces su agua fría, su televisor, su computadora, son las de las escuelas. Y por eso son tan atentos, y su atención, tan maravillosa.
Niños que a veces caminan más de un kilómetro por senderos de montaña para llegar, a tiempo, a sus pupitres. En los sitios lluviosos, se acostumbran a sortear el camino con sus botas de agua mientras cargan los zapatos del uniforme en la mochila, no importa si son pobres, pero siempre lustrados.
Son niños acostumbrados a levantarse temprano y que, muchas veces, antes de salir hacia las clases, tienen que cumplir alguna tarea de la casa, a la que se reincorporan cuando regresan, como cada miembro de la familia.
Son niños fuertes pero casi siempre dóciles y ven a sus educadores como parte de la familia. Porque en esas escuelas, que son bulliciosas en algunas horas como cualquier otra, al maestro se le escucha como si fuera un padre, una madre, y se le reverencia. Y no solo sus alumnos.
Uno va a esas escuelas y se siente un intruso. Un intruso que va a detener aquella magia, un intruso que se roba, por unos minutos o unas horas, la atención labrada con paciencia por los maestros.
Y todo eso recomienza hoy: Las escuelas, miles de escuelas en medio de la ciudad o en lo más recóndito de una montaña, volverán a la vida y la maravilla, sencillamente, seguirá su curso.
Fotos: Lilibeth Alfonso.