De bares por La Habana

Rachel D. Rojas  (Progreso Semanal)

HAVANA TIMES — Todo sucede en las noches. Se abre una puerta y aparece una saya breve que encubre escasamente unas larguísimas piernas sostenidas por interminables tacones. Pide un trago. La barra, en plena efervescencia, las luces negras y la música hacen la escenografía de una vida que despierta cuando la ciudad se acuesta a dormir. Se ha dicho que están prohibidos, pero los bares privados en La Habana hablan el idioma de la oferta y la demanda y le dan otra textura a la ciudad.

Repletos cada noche, estos “lugares” funcionan con una licencia para paladares: venden comida, bebidas, tabacos y cigarros; usan hasta 50 capacidades en mesas y sillas, y tienen licencia sanitaria. Según la descripción de la actividad del “Elaborador vendedor de alimentos y bebidas mediante servicio gastronómico en Restaurantes (Paladares)”, contenida en una resolución que la ministra de Trabajo y Seguridad Social Margarita M. González firmó en 2013, no hay contradicciones.

Pero más allá de lo pautado, desde la misma entrada muchos de estos lugares se presentan como “Bar-Restaurante”, en anuncios para los que también tienen licencia. No están ocultos: una vez dentro, la femme fatale, los amigos en el sofá o la pareja de la esquina tienen en común la certeza de no estar en un restaurante. Buscan también el bar, el centro nocturno, las presentaciones musicales (aprobadas pero no implementadas), el espacio de socialización, de encuentro.

El documento que rige la actividad cuentapropista y su alcance no dice nada más al respecto. No dice, en blanco y negro, si los bares están prohibidos o permitidos. No dice, por ejemplo, que está mal que los clientes, jóvenes por lo general, puedan “ingerir bebidas alcohólicas y bailar hasta altas horas de la madrugada”. Pero esa es la opinión de una funcionaria invitada a un programa Mesa Redonda reciente, no la expresión legal.

En enero de 2014, el Consejo de Estado aprobó el Decreto Ley 315, en el que se encuentran listadas las infracciones por las que se puede multar a un cuentapropista, e incluso retirarle la licencia. El primer desacato entonces sería “ejercer una actividad que no está autorizada en la legislación”. Eso es todo lo que podría asociarse al funcionamiento actual de los bares y, en todo caso, podría ser mal interpretada, por lo cual no es suficiente ni clarificador.

Con mucha cautela comienza la entrevista, sin grabadora. Está claro que nadie quiere arriesgarse: “Aquí las leyes son muy interpretativas, ese es el problema. No se sabe qué se puede hacer y qué no. Una licencia de venta de bebidas alcohólicas es carísima en todo el mundo, yo sé de eso. Pónganle precio y permítanla. Siempre que se mantengan las normas de respeto y armonía, no tiene que haber problemas”.

Eso declara uno de los dueños en medio de la faena de la tarde para cambiar la decoración de su local. Recuerda también que la política en relación con el cuentapropismo no ha sido estable en Cuba en el último medio siglo, y que la visión de los negocios particulares continúa permeada por prejuicios ideológicos asociados al capitalismo.

Los nuevos bares privados en La Habana son también los lugares donde confluyen clientes con distintos niveles de ingresos, “desde el muchacho que se toma una cerveza y consume una tapa, hasta el cliente que pide un Johnny Walker etiqueta azul”. Esos sitios son una vitrina de esos mundos y estilos de vida que ya existían en Cuba con un perfil mucho más discreto. Muchos entrevistados hacen ver que no es en los bares donde se producen las nuevas diferencias sociales. Allí solo se exhiben.

Pero los bares privados son una oferta más, incluso asequible para un mayor número de clientes en comparación con los cabarets estatales, que suelen imponer un cover de entrada y ofrecen una peor calidad en el servicio. Esos clientes, como explica la investigadora del Centro de Investigaciones Psicológicas y Sociológicas, Denisse Delgado, son grupos sociales cada vez más heterogéneos, identificados con los niveles medios de vida; y los dueños son mayormente hombres adultos, profesionales, blancos, y con alguna experiencia previa en el mundo de los negocios y la gastronomía. El mercado nacional comienza a tener rostro.

Ya en otra terraza, es otra la voz que argumenta su derecho: “El cuentapropismo no es capitalismo. Si le preguntan al mismo Marx también lo diría, pues todo lo que aquí se hace es artesanal. Hay capitalismo cuando serializas la producción, pero aquí nadie ha montado una fábrica”. Una conclusión a la que llegaba El Ingeniero la tarde del mes de marzo en que Isabel Hamze, directora provincial de Trabajo y Seguridad Social de La Habana, afirmó en una emisión televisiva de la Mesa Redonda que “no es admisible que una paladar se convierta en un cabaret o en una discoteca; hoy no hay licencias para ninguna de estas dos actividades ni para poseer un bar”. Las palabras de la funcionaria, probablemente la primera enunciación explícita y pública de un NO a los bares, sembraron los primeros síntomas de alarma.

Muchos reaccionan con recelo. Otro dueño de bar dijo haber sido dueño de uno de los Cine 3D que fueron cerrados en noviembre de 2013. Piensa que las imágenes de su negocio de entonces en la prensa extranjera precipitaron la decisión. De la mano de este antecedente de prohibición sin posibilidad de diálogo, y del marco ilegal en el que se desenvuelve buena parte de la actividad de estos cuentapropistas se ha desatado entonces la paranoia y la incertidumbre entre ellos.

Esa actitud ha sido comprobada también por Denisse Delgado durante el proceso de investigación para su tesis de maestría sobre el trabajo por cuenta propia. “No puedo hablar de eso”; “No nos conviene dar la entrevista”; “Hay que matarme para que diga en público que esto no es un restaurante”, dijeron algunos. La socióloga explica además la existencia de “redes de apoyo” entre algunos dueños, sobre todo los fundadores de los primeros negocios, frente a la carestía de insumos, la falta de información y la competencia.

Sacudió el polvo de su ropa de trabajo y encendió otro cigarro al tiempo que desde la memoria enumeraba las opciones recreativas que tenía cuando era un muchacho. “En La Habana no había a dónde ir. La escasez de ofertas no es un secreto para nadie, por eso este fenómeno de los restaurantes-bares, o como quiera llamársele, está proliferando tanto. Si no me crees ve al Malecón de madrugada”, dijo.

Luego, con gesto de convencimiento y cansancio, explica que la prostitución y las drogas son un defecto de la sociedad, no de los bares. Y se les ve, es cierto, a las muchachas con sus clientes. En los bares privados, en los estatales, en el Malecón, en los taxis… No por gusto es el oficio más viejo del mundo, dice. “Reprimir esos problemas es asunto del cuerpo de seguridad que se prepara, se entrena y le pagan para eso. Y claro que coopero, para eso me reservo el derecho de admisión en este lugar”.

La historia sobre la posibilidad de que los bares sean cerrados por el Estado ha tomado forma en este gremio de cuentapropistas. El bar Aqua, ubicado en la avenida 26 cerró en febrero de este año. Ahora es un restaurante, tranquilo y muchas veces vacío, pero “todavía llegan personas preguntando por la discoteca”. El hombre a cargo contó que habían cerrado otros dos bares en el municipio Plaza de la Revolución, que es junto a Playa y Centro Habana uno de los municipios de mayor concentración de paladares, bares y cafeterías en la ciudad. “Decidí clausurar el bar y la pista de baile, porque no me puedo permitir perder la licencia”.

También se ha especulado sobre las causas del cierre del Melen Club, que reabrió hace unas semanas con un rediseño de su propuesta, aunque las versiones conocidas de los hechos no pasan de rumores. “Ahora está en bajo perfil”, según un cliente.

Los trámites del encargado del Bar Bohemio para cambiar el cartel ubicado en la esquina del negocio y suprimir la palabra bar, apuntan igual a ese perceptible recelo cuando de una considerable inversión (de dinero y esfuerzo) se trata.

La alegalidad, como también sucede en otros aspectos de la cotidianidad cubana, continúa asociándose a la subsistencia de estos negocios y a la de sus dueños. Para algunos de ellos, en la subdeclaración, en el mercado negro de insumos, en los precios prohibitivos para la mayoría de los bolsillos. Otros tienen más que perder: los clientes, una opción diferente de consumo y recreación; las familias de esos trabajadores, una fuente de ingresos; el país, cuando la intención de ciertos cambios no se clarifica.

Fotos: Carlos Ernesto Escalona Martí

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