La puerta que se cierra

Mario Vargas Llosa, con su muerte, ha cerrado la puerta de la más espléndida época de nuestra literatura. La luz, sin embargo, seguirá encendida.
Por Sergio Ramírez Mercado (Confidencial)
HAVANA TIMES – En una disertación de hace algunos años en Casa de América en Madrid, al hilvanar Mario Vargas Llosa sus recuerdos de la época del boom, y rememorando a los escritores que junto con él lo integraron, tras un momento de reflexión silenciosa, agregó: “parece que a mí me va a tocar apagar la luz y cerrar la puerta”.
Era el menor en edad de esa generación que marcó, y transformó, la literatura del siglo veinte latinoamericano. Si es que debemos llamarla generación. La primera rareza fue que sus integrantes no eran necesariamente contemporáneos, pues entre las edades de Julio Cortázar, el mayor de todos, y Vargas Llosa, el más joven, mediaban más de veinte años. Tampoco firmaron nunca ningún manifiesto estético, y las diferencias políticas entre ellos llegaron a ser sustanciales, sobre todo en lo que se refiere al gran parteaguas de la época, que fue la revolución cubana.
Lo que de verdad los une es la carga de dinamita que pusieron en los cimientos de la novela latinoamericana en una sola década, la de los años sesenta, que es cuando aparecen La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes, en 1962; Rayuela de Cortázar, y La ciudad y los perros, de Vargas Llosa, en el mismo año de 1963; y Cien años de soledad de García Márquez, en 1967.
Esas cuatro novelas tuvieron un formidable poder transformador, rompieron los moldes tradicionales, cada una a su manera, y dieron por primera vez ámbito universal a una literatura que contaba la saga de la historia latinoamericana lejos del tradicional lenguaje vernáculo de la primera mitad del siglo, un proceso de ruptura ya empezado por Juan Rulfo con la publicación de Pedro Páramo en 1955. Y, también por primera vez, esa literatura tuvo un amplio mercado lector, más allá del español, y los novelistas dejaron de tener a sus propios países por cárcel.
Vargas Llosa tenía 26 años cuando ganó con La ciudad y los perros el premio Biblioteca Breve de la Editorial Seix Barral en 1962, una prueba de precocidad literaria mediante la que convertía su experiencia de adolescente, internado como cadete en la escuela militar Leoncio Prado de Lima, en toda una aventura novedosa tanto de estructura como de lenguaje, y donde ensayaba ya ese virtuosismo suyo, que prolongaría a lo largo de su obra, de fusionar tiempo y espacio, descoyuntando las historias narradas en cada párrafo, hasta armar todo un rompecabezas capaz de mantener la tensión del relato, y la intriga, y darle la carga permanente de un thriller.
Entre sus muchas virtudes, igual que lo hacía Rayuela por su lado, La ciudad y los perros enseñó una nueva manera participativa de leer, convirtiendo al lector en cómplice del acto literario, por complejo que pudiera parecer. Pero a quienes entonces empezábamos la andadura literaria, nos enseñó mucho más.
Yo tenía veinte años cuando llegó a mis manos La ciudad y los perros, y desde la primera vez que la leí quise desarmarla para descubrir cómo estaba construida, que es la manera que un escritor en ciernes tiene de asimilar y aprovechar las novedades; y desde entonces me di cuenta de que Vargas Llosa enseñaba a cada paso procedimientos, y se podía aprender de él con menos riesgo de terminar imitándolo, como indefectiblemente ocurría con Cien años de soledad, donde el caudal verbal se volvía un río capaz de arrastrar al aprendiz entre imágenes desbordadas y el portento de las exageraciones. Además, leer a Vargas Llosa se convertía en todo un taller para aprender a escribir diálogos; en lugar de despreciar el lenguaje oral, lo convertía en el instrumento principal de la narración.
Quizás una de las claves que prueban la permanencia de un escritor en el alma de quien lo lee, es ese sentimiento de nostalgia que despierta el recuerdo de las historias contadas en sus libros, y cómo ese sentimiento regresa intacto cuando se regresa a las páginas de ese mismo libro. Cómo se repite el deseo de que ese libro no hubiera terminado, que siguiera prolongándose indefinidamente. Y la seguridad de que, al volver a él, descubriremos algo nuevo, porque siempre tendrá algo que enseñar, o revelar.
Es lo que me ocurrió cuando entré en las páginas de La casa verde, publicada en 1996, y con la que Vargas Llosa ganaría el premio Rómulo Gallegos en Venezuela, una novela que abría la perspectiva de un universo geográfico que era a la vez un universo narrativo, desde los arenales de Piura, en el noroeste del Pacífico del Perú, donde un forastero alza los muros de lo que sería el prostíbulo de la Casa Verde, hasta la intrincada selva amazónica, Iquitos, Santa María de Nieva, y sus ríos caudalosos.
Una geografía que en la novela latinoamericana ha sido siempre por sí misma un personaje, como el mismo Vargas Llosa vuelve a probarlo en tantas otras de sus novelas; geografía de inmensidades, páramos, serranías, selva, poblada por soldados reclutas, chulos, aventureros, misioneros, caucheros, prostitutas, contrabandistas, farsantes, explotadores, recurrente en Pantaleón y las visitadoras, de 1973, El Hablador, de 1983, Lituma en los Andes, de 1993, hasta El sueño del celta, de 2010.
Es un mundo que no deja de ser nunca picaresco, desde luego que sus personajes surgen de la entraña popular, pero que nos revela que esa geografía no se queda en paisaje; y, lejos de toda inocencia, se ampara en ella la oscuridad de la explotación más inicua, como la que ejecuta la compañía Arana en los campamentos caucheros del Amazona contra las tribus indígenas, todo un genocidio patente a los ojos de Roger Casement, el idealista de El sueño del celta, y que ya se hallaba en el relato de La vorágine de José Eustacio Rivera, novela de 1924.
Nostalgia por La Casa verde, y doble nostalgia de lector por Conversación en la catedral, su novela de 1969, periodistas gacetilleros, policías secretos, cabareteras, estudiantes insurrectos, cantinas, burdeles, la dictadura gris del general Odría. Lima la horrible. La más ambiciosa, y a la que llamaría su obra maestra si no entrara en disputa tan cerrada con otros de sus libros como La guerra del fin del mundo, de 1981; o La fiesta del chivo, del 2000. O, mejor, podría decir que la obra maestra de Vargas Llosa se halla articulada en todos sus relatos y novelas escritos a lo largo de seis décadas, entre Los jefes de 1959 y Les dedico mi silencio, de 2023. Una obra total y totalizadora.
Otra dimensión que asegura la trascendencia de esa obra, es que Vargas Llosa se convierte en el cronista del todo latinoamericano, más allá de las fronteras nacionales del Perú, como lo prueban precisamente La guerra del fin del mundo y La fiesta del chivo, junto con Tiempos recios, de 2019.
Buscó las historias que pudieran iluminar ese terrible destino común, que nos persigue desde la independencia, de guerras sin fin y dictaduras militares, fanáticos iluminados y tiranos de tricornio emplumado, la corrupción y el abuso de poder como lacras sin fronteras, desde el sertón brasileño del santón de los yagunzos, Antonio Conselheiro, al siniestro reinado del Generalísimo Rafael Leónidas Trujillo en República Dominicana, al derrocamiento del presidente Jacobo Árbenz en Guatemala, por designio de la United Fruit Company y los hermanos Dulles, para instalar a un dictador obsecuente y mediocre, el coronel Carlos Castillo Armas.
Mario Vargas Llosa, con su muerte, ha cerrado la puerta de la más espléndida época de nuestra literatura. La luz, sin embargo, seguirá encendida.