El trabajador, la huelga y el estado socialista

En Cuba, aparentemente, no existen huelgas

Rogelio Manuel Díaz Moreno

HAVANA TIMES — En los primeros años luego del triunfo de la Revolución de enero de 1959, la dirigencia sindical cubana se comprometió a descartar el recurso de brazos caídos para conseguir reivindicaciones laborales. El sindicato, la CTC, fue absorbida por el entramado institucional del Estado, dominado por el gobierno y controlado por el Partido único que se constituyó. El gobierno adquiría el compromiso de traer el progreso económico y social para el país.

La CTC cumplió y de lo más bien. El gobierno, si bien sacó de la miseria a la mayor parte de la población que se encontraba en tan deplorable estado, en algún momento del camino perdió el rumbo. Por lo menos, así ha opinado Raúl Castro, quien comentó que habíamos llegado al borde de un abismo.

Así llegamos a esta situación, en la que las personas trabajadoras no reciben una remuneración suficiente para ganarse la vida con su trabajo. Esa es otra valoración del presidente. Por falta de una fuerza que los organice y represente, no tienen cómo exigir reivindicaciones laborales.

La CTC se aprecia como un simple apéndice de las administraciones de las empresas e instituciones del Estado. Las asambleas son, básicamente, para hacerse eco de los correspondientes llamados gubernamentales y partidistas a trabajar más, recibir menos, dejarse despedir sin protestar, etcétera.

Ni hablar, entonces, de defender derechos o llamados a la protesta, que te ganan fama de conflictivo y te encaminan hacia el despido. El Estado-gobierno tiene las manos libres para hacer lo que le venga en ganas.

¿O no?

En toda sociedad siempre hay gente “rebencúa”*. Los trabajadores de la construcción no emplearon a la CTC para manifestar sus desacuerdos, pero hicieron una especie de huelga. En la década de 1990, las empresas de construcción de este país se quedaron prácticamente vacías. El Estado tuvo que mejorar sustancialmente las condiciones de salarios; mejorar el alojamiento, la alimentación, etcétera; para recuperar una parte de la fuerza de trabajo.

Otro trabajo difícil, mantener el orden público, ofreció un cuadro similar. El gobierno tuvo que trasladar masas de policías provenientes de las provincias orientales, cuando en La Habana casi nadie quiso desempeñar ese ingrato trabajo por los bajos salarios de antes. El Estado, nuevamente, se rindió ante la inexorable necesidad y empezó a remunerar mejor a las fuerzas policiales.

Una actitud responsable y valiente, por parte de los representantes de los afiliados, y una actitud de respeto por parte del Estado empleador, podrían canalizar las tensiones y dificultades, y conducir a consensuar las soluciones que impone finalmente la realidad.

Y en los campos cubanos, las granjas estatales también vieron esfumarse a los trabajadores. Aquí, la medida última del Estado no fue subir los salarios, sino repartir las tierras a quienes estuvieran dispuestos a ganarse decorosamente la vida con su sudor. A la larga, los trabajadores volvieron a salirse con la suya.

Claro, que esas no son “huelgas” en un sentido teórico o académico. Como tampoco caben en la descripción marxista de luchas proletarias, la sangría de docentes, de especialistas calificados de la salud, deportistas de alto rendimiento, ya sea hacia otras profesiones o latitudes. Menos todavía, caben la sustracción de mercancías, materias primas, combustibles, etcétera, de todo lugar no estrictamente vigilado.

Cuando las personas de abajo perciben que predominan los más fuertes y los de menos escrúpulos, hacen lo que pueden, aunque no esté dentro del manual ni sea lo más bonito. La clase dominante, arriba, aprieta también por su parte, y el resultado vuelve a ser un pulseo donde gana el que más resiste.

La burocracia dirigente y su corte servil continúan reacias a admitir la personalidad y el valor de las personas trabajadoras. Exprimen todo lo que pueden en cada esfera. Ensayan con distintas estrategias para capear el temporal o marear al adversario, según el sector: movilizaciones al Programa Alimentario; maestros emergentes; traslado regional de constructores y policías y maestros; tolerancia o fomento de la transmisión de audiovisuales enajenantes y superficiales por los medios masivos de divulgación.

Los índices desfavorables se ocultan tras una espesa cortina de demagogia y los favorables se exaltan hasta el infinito. Se exigen actitudes de incondicionalidad para prosperar profesionalmente, o aspirar a trabajar una temporada en el extranjero y recibir una muy recortada remuneración adicional.

Se sucede una retahíla de agobiantes campañas políticas, tan densas como sean capaz de establecerse, como para que no queden espacio, energías o ánimos para pensar en cambiar la manera en la que (mal) funcionan las cosas.

En ciertos momentos, se aumentan los estímulos materiales en ciertos trabajos y luego, alcanzada una precaria estabilidad, se retiran. Donde todo esto no es practicable, o falla más allá de toda esperanza de recuperación, y donde no pueden darse el lujo de perder el beneficio económico posible, se producen la apertura y las concesiones al capital extranjero.

La CTC resulta ser el gran ausente en todo este proceso. De tal suerte, se aprecia que el país también sufre a causa de la degeneración de las estructuras supuestamente populares, que debían organizar y defender a los trabajadores.

Una actitud responsable y valiente, por parte de los representantes de los afiliados, y una actitud de respeto por parte del Estado empleador, podrían canalizar las tensiones y dificultades, y conducir a consensuar las soluciones que impone finalmente la realidad.

Así se daría paso al incremento posible de la remuneración a los trabajadores, de conjunto con la implementación de medidas y planes para el aumento de la producción, los servicios, el mejor cuidado al medio ambiente, la satisfacción de las comunidades, etcétera.

Pero primero pare guayabas una mata de mamoncillos, que una clase privilegiada cede a las buenas su preponderancia. Probablemente no se puedan evitar, entonces, las etapas de caos intermedias, el desgaste de las estructuras productivas y de servicios del país, en lo que los tozudos hechos imponen la evolución de las mentalidades.

Quienes han ahogado o contemplado, pasivos, el ahogo de la capacidad autogestionaria y organizativa de la población trabajadora cubana, cargan con pesadas culpas por daños inconmesurables a la nación y al pueblo.

Eso, para no volvernos demasiado revolucionarios y decir que, ya que aspiramos al socialismo, donde los medios de producción pertenecen a los trabajadores, lo que se debía hacer es simplemente echar de una patada a toda la burocracia y que los trabajadores administren, a su manera, cada centro laboral, y el país con ellos.
—–
*rebencúo/a: Así se denomina popularmente en Cuba a las personas rebeldes, insumisas.

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