El noble oficio de desertar a tiempo

By Maykel Paneque

Maykel haciendo números.

HAVANA TIMES — Algún que otro amigo ha recibido con sorpresa mi decisión de jubilarme a los 38 años de edad, cuando lo lógico sería que más o menos con ese tiempo de trabajo me jubilara.

Incluso, mi amigo Jorge me pregunta si mi estancia en Venezuela (trabajando en promoción cultural) durante dos años me ha llenado tanto los bolsillos de plata como para abandonar mi trabajo en el Centro Provincial del Libro de La Habana y dedicarme a vivir indefinidamente de ese dinero.

La verdad es que hubiera podido venir con más plata de Venezuela si el Estado cubano hubiera decidido respetar el contrato de trabajo o hacerlo respetar.

En vez de eso, sin consulta previa, metieron mano a los discursos, a relatos de hazañas un tanto olvidadas, a la imagen de un internacionalismo de los años 80, y decidieron suspender el depósito mensual de 190 cuc (unos 210 dólares) a partir de enero de este año. Por si fuera poco, los meses ya trabajados de noviembre y diciembre no lo han depositado en la tarjeta, y todo indica que ya no lo harán. Donde tantas desilusiones nos cercan qué importa otra falta de fe, Jorge.

Fueron tantos los colaboradores que empezaron a pedir regresar de inmediato a Cuba, y otros tantos ya no querían ir a Venezuela a cumplir misión con esas condiciones, que han tenido que volver a depositar dinero a partir de julio. Con la diferencia que ahora pagan 150 cuc y nada de retroactivo para aquellos que trabajamos de enero a junio.

“¡Vaya, no desertaste!”, fue el saludo alegre de Jorge cuando nos vimos en la calle Obispo. No, no deserté. He regresado, en junio. Con mil dólares menos en los bolsillos pero con el diploma de Fin de Misión. Es decir, con el reconocimiento que dan a quienes cumplen los dos años que estipula el contrato.

He regresado, ¿acaso me fui? “Nunca salí del horroroso Chile”, dijo el poeta Enrique Lihn. Nunca se sale de un país. Se sabe que uno lo lleva a cuestas a donde vaya. Deja un pedazo de tierra, se lleva una lengua, unos rostros inolvidables, una nostalgia un poco incómoda. Deja una casa, acaso un hogar, se lleva consigo la pobreza irradiante, unos contados sueños por realizar. Y cuando regresa a los lugares de donde nunca salió, ya es otro. Eso es todo.

“¿No te sientes extraño?”, me dice Jorge mientras caminamos por los adoquines levantados de la calle Obispo. Están restaurando esa arteria, aun así fluyen y fluyen turistas y más turistas. “¿Ya empezaste a trabajar?” Me he jubilado, le digo en serio, pero Jorge lo toma en broma. “¿Te han jubilado? ¿Le han dado tu puesto a otro?” No me han jubilado, me he jubilado, rectifico. “No jodas, compadre, habla en serio”. Lo entiendo. Digo “estoy jubilado” como si realmente recibiera una chequera a mis 38 años. Digo “me jubilé” cuando en realidad debería decir dejé de trabajar. La cuenta, la maldita cuenta no da. Y punto.

“Pero, ¿y esa locura que te ha dado?” Apunta a una calle menos poblada, casi desnuda al no ser por tres hombres que gesticulan y vociferan. Abandonamos Obispo, la zanja enorme que traga las nuevas tuberías de plástico. Un bicitaxi asoma, aparca en una cafetería. Leemos el menú. También el cartel frente al manubrio del bicitaxi: “Llora si te duele”. Dos panes con tortilla y dos jugos naturales. Veinte pesos. El doble de un día laboral si trabajara en el Centro Provincial del Libro. Pero hay que merendar para resistir. Debemos alimentarnos para hacer la crónica de la desesperación, del naufragio en los idénticos días por venir.

No es una locura, Jorge. Es mejor quedarme en casa. Gasto menos si no salgo de ella. Gano más dinero si me quedo leyendo, escribiendo reseñas o artículos para algún que otro sitio digital. Es poco, poquísimo lo que gano, pero al menos me pagan por escribir, por leer, y siempre es más, muchísimo más, que si fuera a trabajar y me suicidara cada mañana al entrar en un P7 que me vomita en el Parque de la Fraternidad hecho una bola de sudor.

Mientras termina el jugo de guayaba, Jorge empieza a entender por dónde va mi jubilación, por qué deserté del puesto de especialista en promoción, por qué dije No a un centro laboral que hacía como que me pagaba y yo como que le trabajaba, un juego en apariencia inocente, pero mañana abres los ojos, tienes sesenta años y sólo puedes repetir: cómo pasó, cómo pudo pasarme esto.

No es una locura desertar a tiempo, Jorge. Aún puedo vivir los contados años que me quedan disfrutando lo que siempre he deseado: leer, escribir y amar, sin vivir la depresión de ver la cara a un salario que se burla de mí, del tiempo y el desgaste que le he dedicado.

De veras, Jorge, no es tan locura como pudiera pensarse. Mañana, quizás cuando tenga sesenta años, y el salario no sea una broma de mal gusto, ni un fantasma que no se atreve a dar la cara, quizás ese mañana decida salir de mi exilio y vuelva a trabajar. Quién sabe. Pero por ahora me quedo en casa, Jorge. En mi exilio.

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