De la maravilla de La Habana, y algunas razones para no celebrar

“Lo maravilloso comienza a serlo, de manera inequívoca, cuando surge de una inesperada alteración de la realidad (el milagro)…”  –Alejo Carpentier

Ahmed Correa Alvarez  (photos: Juan Suárez)

El Malecón habanero.

HAVANA TIMES — Hace algunos días se dieron a conocer en Dubai, las siete ciudades maravilla del mundo. Para mi sorpresa, La Habana, o más bien, Havana, fue una de las siete perlas urbanas del mundo escogida, según explica Bernard Weber presidente de la fundación organizadora del concurso, mediante un complejo sistema de votación que calificó de “ejercicio democrático global”.

Inmediatamente las redes sociales estallaron. Cubano y habanero, solo doy fe de este suceso porque ahora vivo fuera de la isla, y el acceso a internet me permitió conocer del concurso y de sus resultados.

Así pude comprobar en facebook como el orgullo cubano se infló con toda grandilocuencia para celebrar el hecho, y de paso ratificarle a quienes tuviesen duda, que somos tan maravillosos que no podía faltar nuestra hermosa ciudad en el registro selecto de las urbes del mundo.

Yo sé de la belleza de La Habana, y creo que su maravilla hace méritos para enamorar como ciudad[1]. Pero honestamente, lamento esta decisión.

La razón no tiene que ver con que haya decenas de ciudades igualmente hermosas. Tampoco con el hecho de que lo que vean los votantes sea mucho de lo que más le duele al cubano y la cubana que la vive. Se podrá comprobar que en la imagen del sitio web (World of New 7 Wonder) que corresponde a la Havana sea un Chevrolet del 56 y el Capitolio del 29.

Al fin y al cabo, para gustos… ciudades. Mi lamento tiene que ver con el efecto de este tipo de premios.

El municipio de Centro Habana.

Si señalamos que La Habana es una ciudad que tiene un pésimo sistema de transporte y una inexistente red de comunicaciones, o que sus inmuebles más importantes tienen ya varias décadas y que sus avenidas acogen baches históricos, seguramente alguien invocará al bloqueo, y algo de razón tendrá. Sin embargo, no son estas las cuestiones que hacen atractiva una ciudad. Quien haya vivido en alguna gran urbe, sabe que en los grandes edificios impulsados por el capital inmobiliario suele haber una ausencia de relaciones de vecindad; y que la magia de la vida barrial es desplazada a los centros comerciales.

Una ciudad, como diría el eminente urbanista y marxista francés Henri Lefebvre, es sobre todo un espacio que se produce cotidianamente, que se escucha, que tiene carne en sus gentes, que se vive. Y de esto La Habana, como otras ciudades del país, tienen por suerte mucho.

Sin embargo, no creo que una ciudad que se celebre a sí misma, una ciudad atractiva, sea una ciudad desde donde se deportan a los migrantes internos que a ella quieren llegar; no es una ciudad que no tiene espacios para encuentros de parejas del mismo sexo; no es una ciudad que naturaliza la violencia contra las mujeres; no es una ciudad que es excluyente de personas de la tercera edad; no es una ciudad que no repara en las condiciones de los animales que en ella viven; no es una ciudad sin espacios verdes; entre otros elementos que lamentablemente hacen parte, no de la Havana de postales, sino de la Habana cotidiana y andante.

Pero aun aceptándose estos problemas, pudiera afirmarse que el premio viene a ser una suerte de bálsamo afortunado. Creo sin embargo, que el efecto es contraproducente.

El municipio de Habana del Este y castillo del Morro.

Es que con poca o mucha justicia, estamos convencidos de que somos seres elegidos y extraordinarios por naturaleza; que estamos en el centro del mundo –como marca el diamante de Nicolás II en el capitolio- y lo demás: el resto. Y la ciudad que nos acoge no puede ser sino una de las siete maravillas, de la misma manera que son los mejores nuestros mangos, el más exquisito nuestro café, y es nuestro capitolio el más grande. Hay muchos peligros en esa creencia. Tanto somos, que no podemos ver la paja en nuestro ojo.

El optimismo y la valentía pueden abrirnos puertas difíciles, resistir amenazas de potencias mundiales, hacernos sonreír en las difíciles y no temerle a la vida. Pero el excesivo canto a mí mismo sobre la base de la predestinación nacional no va a traer de regreso la vida feliz y gustosa que merecemos; tanto en La Habana como en Santiago.

Yo sé de la belleza de La Habana. Sé de los niños y niñas que juegan en la misma calle, con los mismos juguetes; se de las mesas de dominó en las esquinas; de la vida que te sonríe y te entrega el saludo sin conocerte. Se del muro del malecón; del morro que ya no alumbra al mar sino que bendice a los hombres y mujeres que salen a inventar el futuro en esa vieja ciudad. Quizás es por defender su belleza, y por estar convencido de sus posibilidades de hacer lo maravilloso, que no encuentro la fuerza para el aplauso y el regocijo.
—–

[1] Un día después de haber escrito esta reflexión encontré el artículo de Fernando Ravsberg “Mi Habana”. Lamento que en algunos de los críticos de su artículo se apelara a su condición de extranjero para invalidar su postura. Creo en su derecho legítimo para hablar de La Habana, y de Cuba toda, sin importar de donde venga. Para mí, ese enamoramiento confeso por la ciudad y sus gentes, es toda carta de ciudadanía necesaria.

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