¿Se siente frustrado Eliécer Ávila?

Por Verónica Vega

Eliecer Avila

HAVANA TIMES — Hace un tiempo una persona que aprecio me comentaba: “Sí, Eliécer Ávila tuvo el valor de hacer aquellas preguntas a Alarcón, lo ridiculizó y hasta se hizo popular, pero ¿qué logró con eso? Hoy día no puede ejercer su carrera  y en este país tiene cerradas todas las puertas…”

Aunque disentía de esta conclusión lapidaria, me fue difícil explicar, de golpe y en pocas palabras, todo lo que pensaba. Primero porque no creo en las puertas abiertas con llaves ajenas, porque sólo creo en las llaves que uno mismo se gana.

Pocos días después de este diálogo, supe que Eliécer Ávila había viajado a Europa. A pesar de ridiculizar (involuntariamente) a Alarcón, o justo para demostrar el absurdo de su teoría sobre el embotellamiento aéreo. A pesar de haber sido relegado “discretamente” del sector activo de la Juventud Comunista y confinado a un Joven Club en el fin del mundo, donde debía sucumbir en el foso del anonimato y (probablemente), del arrepentimiento.

Lejos de esto, el joven inició un proyecto de prensa alternativa “1 Cubano +” exponiendo ante una cámara con toda libertad sus ideas sobre, por ejemplo, cuál es la función del periodismo. Sus comentarios saltan de USB a USB tanto como las candentes “Razones ciudadanas” y otros tantos materiales que jamás veremos en los medios oficialistas.

Peor para ellos, ¿no? La realidad siempre se las arregla para imponerse. Es algo inevitable. Pero lo que me afectó de la reflexión de mi amiga es constatar el culto a la fatalidad, esa superchería sobre la inviabilidad de la verdad que tantos jóvenes en Cuba predican…  y practican.

Convencidos del peso ineludible de la farsa que hemos ayudado a construir, se confinan al papel del mendigo aun sabiéndose potencialmente capaces de ser independientes.  Se resignan a la coacción, a la migaja, a la intermitente esperanza.

Antoine de Saint Exúpery decía: “No hay fatalidad exterior. Pero hay una fatalidad interna: existe un minuto durante el cual uno descubre que es vulnerable; entonces las debilidades nos atraen como un vértigo”.

La “debilidad” nos tienta en forma de un empleo más lucrativo (donde la ganancia mayor no provendrá directamente del salario), de una posibilidad de inserción a otro estatus (no importa cuánto debamos sacrificar de lo que pensamos o sentimos), de un carro o viajecito por los que no conviene “dejarse señalar”, aunque estemos ya señalados con el estigma de la mentira y la podredumbre inherente a la inmovilidad, o más bien, al estancamiento.

A la asfixia por carencia de libertad. A la subutilización de nuestras capacidades físicas, morales, intelectuales.

Pero si en plena juventud (la edad del cuestionamiento, de la no aceptación gratuita, de la rebeldía) se ha decidido aceptar esa fatalidad evitable, concluir que tener el valor de decir la verdad es un error, me parece más triste todavía.

¿Se siente frustrado Eliécer Ávila por haber formulado unas pocas preguntas de aplastante lógica que un alto funcionario cubano no pudo responder con argumentos razonables simplemente porque la razón no le asistía?

Estoy convencida de que no. Y si algo se deriva de su ejemplo no es precisamente que la verdad nos mete en problemas, sino que la verdad abre las puertas reales, no las simuladas que nos dejan pasar con coacciones, sin darnos jamás la llave y siempre bajo degradante vigilancia.

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