Verónica Vega

Proyecto de nación. Ilustración por Yasser Castellanos

HAVANA TIMES – No tengo televisor, porque elegí no tenerlo. No tengo idea de cómo andará la programación televisiva de este verano.

Pero en estos días estivales he hecho una regresión al pasado televisivo gracias a un banco de películas. Con el catálogo más surtido que he visto, y a un precio de cinco pesos cada una, di rienda suelta a la nostalgia y escudriñé compulsivamente en la memoria para copiar, sobre todo, películas de los 70 y 80.

La época en que lo que conocí como hogar no se había desmembrado por el exilio y el tiempo, cuando los niños y jóvenes de turno creíamos pertenecer a un proceso, a una nación, cuando aspirábamos a determinar un futuro, aunque este fuera cada vez más relegado a la región nebulosa de las promesas (proclamadas desde un podio bajo el sol, con esa histeria que la fatigada multitud confunde con el coraje).

Películas que veíamos “en familia”, casi siempre gracias a un televisor en blanco y negro cuyo derecho a comprar obtuvo mi padrastro por méritos laborales.

Pero los filmes solo me demostraron que la seguridad congelada en imágenes era parte del sueño prohibido, por el que una cifra anónima de cubanos desapareció entre 90 millas de agua.

Mirando una comedia con Goldie Hawn, (el tipo de filmes que llenaba las noches dominicales), mientras reía entre lágrimas, me descubrí preguntándome en qué parte de ese enorme país estaban los “marielitos” (cubanos que iban llegando en barcos repletos, ciudadanos honorables mezclados con presidiarios y esquizofrénicos).

Me preguntaba cómo se integraron a esa sociedad permeada de confort, todavía no tan artificial, a ese progreso que destilaban los relatos de los nacidos antes del 59, y conocieron el chicle, la coca cola, tenían equipos electrodomésticos y autos que sobrevivían al cambio de generaciones.

Porque para nosotros solo existía la prosperidad autorizada de los países de la Europa del Este. Filas de jóvenes se alistaban (o aspiraban alistarse, como yo), de colaboradores para viajar a Hungría, Checoslovaquia, RDA, dispuestos a trabajar en cualquier área de la producción y regresar cargados de pacotilla.

Veíamos muñequitos rusos, leíamos las revistas Sputniks, Novedades de Moscú, Films Soviéticos… llegamos a creer que la riqueza (¿o pobreza?) repartida, era el único derecho, pero soñábamos en grande.

¡Sí!, un día seríamos un país desarrollado con un metro atravesando las entrañas de La Habana, y las guaguas serían rutilantes, puntuales, semivacías. Tendríamos alta tecnología y hasta navegantes espaciales.

No pensábamos en la libertad de expresión, o asociación, o de crear empresas. No pensábamos en la libertad de salir y entrar al país. Los salarios no alcanzaban, pero se compensaban con los “desvíos de recursos”, con la parquedad de los proyectos, con agros abastecidos. Teníamos latas de Spam, carne “rusa argentina”, manzanas y té negro.

Con el número de Sputnik donde se anunciaba la elección de Miss Moscú, llegaron los aires de cambio que soplaban a cientos de millas. Eran los últimos vestigios de una cultura que ya asimilábamos y se nos jaló de un tirón, se nos cercenó de un tajo, como los cartoons de Betty Boop y El Pájaro Loco que alcancé a ver en mi niñez, en blanco y negro.

El muro que se derribó en Berlín, cayó sobre nosotros. Nos rodeó en una niebla densa y asfixiante. Aturdidos, no sabíamos a quién culpar. La energía se concentraba en huir, sobrevivir.

Llegaron turistas del primer mundo que rentaban carros modernos con aire acondicionado, que alborotaron a nuestras chicas, y chicos, que hicieron reblandecer los cimientos del machismo y el marginal compartió con el extraño a su mujer y un heterosexual pasó a ser pinguero. Y “prostitución”, palabra erradicada por la Revolución, resurgió convertida en “lucha”.

La nación pasó a ser estación, región abstracta. El futuro se alejó hasta la virtual línea azul del horizonte que muchos lograron alcanzar con sus balsas.

García Márquez decía que la nostalgia es una trampa.

Muchas de las películas que copié me confirmaron que la memoria edita, construye por necesidad, edulcorando.  Me harté del viaje en retroversión, de las risas mezcladas con lágrimas, de imaginar que se puede reunir lo desmembrado.

Me harté del intento de completar un país eternamente borroso e inconsistente, donde casi dos décadas después, los niños y jóvenes de turno no aspiran a contribuir con su opinión, con su visión, y se adiestran en más y más rebuscadas variantes de mimetismo o de silencio; donde las libertades económicas se dan, se quitan, se dan, se quitan; donde todo lo nuevo y rutilante que se edifica no es para los cubanos. Al menos, no para las multitudes que escuchaban aquellos discursos bajo el sol, e invocaban el futuro con esa pueril histeria que se convirtió en cansancio.

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