Las ventajas de ser pobre (I)

Verónica Vega

Ilustración por Yasser Castellanos de la serie Cubanos de a pie.

HAVANA TIMES — Si digo que la disfuncionalidad de mi país me ha dado grandes oportunidades de crecimiento espiritual, la mayoría creerá que ironizo, pero es cierto.

Los lances que día a día ponen a prueba mi paciencia (y hasta mis condiciones físicas) van desde correr tras una guagua que se me escapa, las frustraciones que encuentro a mi paso en el periplo de compras básicas, o las decepciones que enfrenta mi paladar ante “ofertas-falacias”, como se me ha ocurrido nombrar (que para algo debe servirme el largo entrenamiento en eufemismos), a esta práctica en la que involuntariamente participo.

Entre esas decepciones está, por ejemplo, pedir un “jugo de mango”, escrito así en la tablilla de una cafetería particular, y al degustarlo constatar con desencanto que es sólo mermelada de mango mezclada con agua. O un “jugo de piña”, que resulta ser garapiña, o sea, restos de piña incluyendo la cáscara, hervidos con arroz y azúcar. O esos cafés que increíblemente han logrado empeorar al que nos dan por la cuota.

Pero el premio de la paciencia y la resistencia deberíamos obtenerlo las amas y amos de casa de Cuba por los retos que nos imponen las misteriosas variedades de arroz vendidas a la población. Las viejas recetas para la elaboración de este noble cereal, -recetas heredadas de nuestros ancestros-, ya no son válidas.

Lo mismo te encuentras con que al cocinarlo con la misma cantidad de agua que de grano, queda crudo, que el doble de agua lo convierte en un fanguero. He probado echarle la misma cantidad de agua y un tercio y queda crudo en el centro. Un poquito más y se enfanga. Un poquito menos y quedan zonas crudas dispersas.

Si le bajas la candela en cuanto hierve queda semicrudo también, si esperas a que se cocine más queda mitad fango, mitad quemado. Y para colmo cuando el bendito producto se enfría, aunque lo hayas removido con el tenedor, se compacta de una manera que se asemeja al cemento.

Pero recordando aquello de que la voluntad de uno es un obstáculo a la del universo, me someto a los caprichos del arroz y fraguo en silencio nuestras estrategias de dominio. Le subo la candela unos minutos para que se cocine, la bajo otros minutos para que no se queme. Lo remuevo varias veces con el tenedor o hasta con los dedos, puñado a puñado, estoicamente.

Observo la forma y la coloración del que dan por la libreta, compro en diferentes municipios, pero todos los balances son inútiles: lo mismo me dan arroz vietnamita por la canasta básica que en el mercado de productos “liberados”, (por cierto, al mismo precio que el impecable arroz brasileño).

Y cuando al levantar la tapa siento el impulso de tirar la cazuela por el balcón, cuento hasta diez, cierro los ojos, respiro. Me acuerdo de la “noche oscura del sentido”, o voluntaria abstinencia en la que San Juan de la Cruz despertaba a los sentidos sutiles de la conciencia, con estados de gozo indescriptibles. O del ejemplo que vio San Francisco de Asís en cómo viven los pájaros: sólo una migaja de pan, un sorbo de agua, y la inmensa libertad del cielo.

Es más, me acuerdo de los problemas que trae comer demasiado (hay altos índices de obesidad también en Cuba), de las enfermedades que produce, y en los estragos biológicos de la ira. Y para rematar, recuerdo lo que se argumenta científicamente sobre el alimento y su proceso en el metabolismo humano: lo mínimo que se aprovecha, y todo lo que termina… en la taza del baño.

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