La virtud del desarraigo

Verónica Vega

Pérdida de la ciudadanía. Illustración por Yasser Castellanos

HAVANA TIMES — El post de Alfredo Fernández “El precio de no tener precio”, me remontó a las tertulias que hacíamos en el apartamento donde él vivía en el Vedado, con vista al mar (esa extensión azul tan simbólica y maldita). Las lecturas literarias salpicadas inevitablemente de comentarios políticos. Las quejas, las especulaciones, los sueños.

Todo pasó, qué importa si demasiado rápido. El tiempo siempre ha sido una abstracción. Y si ahora el entonces anfitrión y amigo declara en un post que ha dejado de ser cubano a las instancias de este gobierno, por más que nos entristezca, no nos sorprende. Como cubanos nacidos después del 59, estamos habituados a la inconsistencia y a las despedidas.

Se sabe que la gente en cualquier momento se va, o aspira a irse. Las separaciones gravitan, se respiran. Cuba es una especie de isla flotante con un aura fantasma diseminada por el mundo. Una estación donde pocos pretenden construir, donde la mayoría espera o vigila la inminencia de los trenes.

Los nexos, sanguíneos o amistosos, deben someter su resistencia y elasticidad a la relatividad de las distancias, los silencios, la unilateralidad de las facilidades tecnológicas y la tiranía de las burocracias.

Junto a la ventana en el apartamento donde vivía Alfredo.

Entonces, ¿por qué siento como una dosis doble de tristeza?

Tal vez porque, aunque uno sabe que para que un país sea una “patria” no puede ser una cárcel, que nacemos intrínsecamente libres de recorrer el mundo y de decidir volver, no volver, salir y entrar (como viven muchos en la Tierra), ese derecho en nosotros, los cubanos, está lleno de traumas, de mentiras, de pactos involuntarios.

Tal vez porque la libertad, de elegirla, tiene un precio exagerado. Tal vez porque lo incuestionable de una injusticia no basta para que se haga algo, o porque los debates diluyen la indignación en diferencias, suspicacias, y egoísmos.

Puesta del sol vista desde el apartamento de Alfredo en La Habana.

La historia de Alfredo es sólo una confirmación del estatus de animal migratorio que se nos impusó hace décadas. Estatus que los cubanos hemos aceptado como una fatalidad exterior. Animal migratorio además con alas atrofiadas, o robadas, o improvisadas con materiales no idóneos.

Por suerte, el arraigo o el desarraigo son sólo construcciones mentales que la vida nos obliga a confrontar querámoslo o no, a través de las disímiles experiencias de la pérdida. La realidad implacable es que somos viajeros y estamos de paso, no sólo en un país, o en la Tierra, sino incluso en este cuerpo.

Y si una ley injusta que afecta a un país entero permanece inamovible porque no hay una voluntad colectiva que la remueva, nos queda todavía por suerte la disyuntiva de actuar como individuo, de verificar que el mundo sí existe detrás de los límites permitidos, que en cualquier lugar de este ancho mundo puede erigirse un hogar, una familia. Y que “patria” es simplemente la conciencia.

 

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