El trabajo invisible

Verónica Vega

HAVANA TIMES — Cómo no recordar cuando mi madre murmuraba, con desaliento: “tengo unas ganas de sentarme…” Ese cansancio milenario que produce el permanecer muchas horas de pie frente al lavadero, con la escoba en la mano, ante el tiránico fogón.

Trabajo que nadie ve sino con la ausencia del ama de casa, porque la funcionalidad y el orden parecen automáticos, preestablecidos.

Qué difícil es dar sentido a esa labor paciente que arrasa vidas enteras en el anonimato. El orden devuelto a la ropa tirada o sucia, el piso polvoriento, la vajilla grasienta. Quitar la costra de jabón en el baño, con salfumán las marcas del detritus, el olor a limpio de las sábanas, la pulcritud del calcañal en las medias que sólo se logra friccionando mano contra mano. En los bolsillos de un pantalón, el cuello o las axilas de una camisa que hay que frotar con ahínco.

Cada detalle que sustenta el confort del marido y de los hijos. Después, de los nietos. Los ritos despreciados donde reposa tanta seguridad y sosiego. Incluso las mujeres empleadas al llegar exhaustas a sus casas, encuentran intacto este rol, esperando por ellas.

Luego, en la noche, cuando el cansancio ha convertido el cuerpo en plomo, el hombre exige su cuota de placer y de poder.

Recuerdo un post de Irina Echarry sobre esta jornada triple, que las propias mujeres aceptan como una herencia natural. Las esposas que viven con las suegras la pasan peor, su tesón doméstico es examinado con lupa. Cada falla es criticada sin piedad y puede convertirse en un conflicto de pareja.

En un talkshow que vi hace tiempo, un hombre de negocios expresaba que su mujer, ama de casa, tenía la obligación de reaccionar complaciente a sus requerimientos sexuales sólo porque él la mantenía.

Admitiendo este principio degradante, que reduce el papel de la esposa al de una prostituta, me pregunto por qué muchas mujeres que trabajan tanto o más que el hombre por un salario, sienten que esta “obligación” les alcanza.

Con los rigores de la maternidad (que luego del embarazo incluye noches en vela por enfermedad, los problemas de la escuela, más ropa que lavar, planchar, más tiempo en la asfixiante cocina…), la pasión que dio inicio al matrimonio es reemplazada por una sucesión de ritos agobiantes donde la mayor aspiración es descansar.

Tanto se ha luchado contra el machismo, esa ley del embudo que condena a la mujer a pesar de los logros obtenidos en una larga lucha contra la discriminación de género.

Pero hay una inercia casi inamovible en Cuba que se afianza, podría asegurar, con la pobreza. El tiempo perdido en completar los alimentos, casi a diario, porque no hay dinero para  llenar el refrigerador por una semana. Porque la ropa es poca y hay que lavar con frecuencia. Porque la falta de recursos sólo se disimula con limpieza.

Porque pasear es un lujo que solo pueden permitirse los adolescentes y jóvenes, quienes disfrutan de una libertad pagada por la “lucha” de sus padres, la garantía de que al llegar, tarde y cansados, una madre o abuela le tendrá la comida lista.

Pero para ellas sólo queda el placer de ver historias mediocres, (vidas ajenas), en la telenovela de turno. La compulsión de ordenar, arreglar, comprar algún adorno para el multimueble, reunir para un equipo de DVD, poder poner a fin de año un arbolito de navidad.

El mezquino reino de la casa se convierte en su obsesión. Y el precio, además de ese viejo cansancio, es el malhumor, los estigmas veloces del tiempo y la frustración en el rostro, en el cuerpo.  El círculo se cierra con la distancia tácita, las  infidelidades, los silencios.

En la calle, el mercado, en una secundaria a la hora del almuerzo portando cacharros para sus hijos o nietos, veo tantas mujeres consumidas por este cansancio que acumula siglos de complicidad.

Y parece destinado a empeorar con el violento ritmo económico que sacude la isla, donde el progreso y la automatización que proveen un microwave para evitar el tiempo vigilando el fogón, una lavadora que se programa y deja expedita la ropa para el armario, todo lo que podría evitar várices, manos de falanges deformes por la humedad, espaldas atrofiadas, estrés, desaliento, no llegará nunca a las casas más pobres, que serán la mayoría.

No aliviará el ritual de la mujer cubana, la que sólo puede aspirar al trabajo invisible, sin recompensa, como hace siglos.

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