Día de dar las gracias en Cuba

Verónica Vega

Cuarto oscuro por Guray Voltaire

HAVANA TIMES – El jueves 22 de noviembre me despertó una llamada de mi tía residente en Miami.

“Hoy es Día de Acción de Gracias”,  me dijo. Pensé en la meditación colectiva programada para  esa tarde en el parque de G y 23, en el Vedado. ¿Casualidad, causalidad? Quién sabe.

Queríamos una acción no solo pacífica, sino de bondad. Sentarnos e irradiar pensamientos de paz, incluso aquellos que no tienen un entrenamiento en prácticas milenarias de autorestricción para acceder a experiencias extrasensoriales. Intentar sumergirse en el mundo interior y ser testigo pasivo del tráfico de pensamientos.

Pensar en una Cuba sin tristezas, exclusiones o confrontaciones. En un mundo sin guerras, sin fronteras políticas. Recordar que todos provenimos del mismo misterio y a ese misterio retornaremos, seamos pobres o ricos, de la izquierda o de la derecha, creyentes o ateos.

Sabíamos que el evento podía ser intervenido por la Seguridad del Estado. Decidimos que responderíamos con cordialidad, en cualquier caso; que abandonaríamos pacíficamente el lugar si nos lo pedían (o incluso exigían).

Al mediodía, cerca de mi edificio, vi a dos hombres, y reconocí al agente que entrevistó a mi esposo en agosto. Era obvio que no nos dejarían llegar a la cita, que el lugar ya estaría sitiado. Llamé a Amaury Pacheco, a Yanelis Núñez, y sus móviles timbraban hasta que salía la voz computarizada: “El número marcado no responde…”

Me parecía sensato desistir. Mi esposo consideraba justo intentar llegar, aunque fuera un acto simbólico.

Después de muchas dudas, me decidí a acompañarlo, porque, ¿cómo sería la detención? ¿Y si era violenta? ¿Cómo la afrontaría completamente solo?  No es fácil confiar en quienes, injusta y equívocamente nos catalogan de enemigos.

Al salir del edificio, ya los agentes no estaban ahí. Cuando llegamos a un recodo, una patrulla frenó de pronto frente a nosotros y tres policías se abalanzaron, pidiéndonos identificación.

Por primera vez tuve que entregar mi teléfono, montar en un carro policial, experimentar el proceso aplicado a quienes infringen la ley,  con dos diferencias sustanciales: no habíamos infringido la ley y los policías fueron muy amables.

Mientras el auto se movía entre vecinos y curiosos, no sentía vergüenza y mucho menos culpa, pero sí angustia: el dulce tema de Enya que elegí como tono de mi móvil, (ahora inaccesible en la parte delantera del carro), se repetía, se repetía, se repetía.

Alguien se preocupaba por nosotros. No podíamos responder, y tampoco, ya ubicados en la unidad de Guanabacoa, se me permitió llamar a mi hijo.

Después de la revisión minuciosa (mis pertenencias confinadas en un bolso con un número), del humillante registro corporal, nos confinaron en celdas separadas.

Lo peor no era la estrechez, la fealdad del sitio, el irrespirable olor que expedía el retrete, la inhibición al usarlo porque era visible desde el pasillo. Lo peor no era el ruido fijo y enloquecedor de un extractor de aire (para mí que padezco de hiperacusia).

Lo peor era el pensamiento de que no podía salir de allí, hasta que una voluntad política ajena a mi cuerpo, a mi conciencia, a mis sentimientos, dictaminara mi derecho a regresar al mundo; mi derecho a caminar por las calles, montarme en un ómnibus, llegar a mi casa y abrazar a mi hijo; mi derecho a existir entre los objetos, los sonidos, los seres que constituyen una extensión de mi identidad.

Lo mejor fue la preocupación del guardia que apagó el extractor de aire, que me permitió permanecer en la oficina, del que se ofreció a llevarme al policlínico si se prolongaba el ataque de asma.

Lo mejor fue no sentir nada personal contra los que consideran su trabajo someterme a circunstancias nocivas para el cuerpo y para el alma.

Entender que la existencia es mucho más compleja que una confrontación temporal, la falsa polarización de visiones sociales, cívicas, políticas.

Sentir que todos: yo, los otros presos, los guardias, el agente de la Seguridad que después de cinco tormentosas horas vino a autorizar nuestra liberación, estamos atrapados en frágiles recipientes de dolor e incertidumbre, buscando, tanteando, soñando versiones diferentes de la felicidad.

Reafirmar que provenimos del mismo misterio y a ese misterio retornaremos, dejando atrás los uniformes,  las lealtades, los odios,  y esta sufrida porción de tierra compartida que llamamos Patria.

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