La generación de Alberto

Por Pedro Pablo Morejón

HAVANA TIMES – Mi amigo Alberto nació en el 54, poco antes de que la Revolución castrista se hiciera del poder. Desde entonces solo escuchó que lo mejor y más humano era construir el socialismo bajo los principios del marxismo–leninismo, que en Cuba no era otra cosa que estalinismo pero él de eso nada sabía.

Desde la adolescencia le enseñaron que el único modo de servir a la patria y honrar la bandera, el himno, a nuestros próceres y a todo lo que oliera a cubanía era siendo comunista, que aquí no era otra cosa que ser fidelista pero él tampoco de eso nada comprendía.

Fidel era algo así como una especie de mesías, la encarnación de la patria. Un ser infalible y divino que no podía ser cuestionado, solo creído con devoción porque su palabra era la biblia de las masas, porque en él se encontraba toda la sabiduría y la bondad del universo.

Así creció y se educó. Escuchando, además, que todo lo que se opusiera a esa revolución se oponía a Cuba y servía al imperialismo y por tanto no era digno.

Lo creía firmemente aunque por suerte es un hombre limpio y decente y por eso tuvo su primera crisis cuando se negó a acudir a una convocatoria de acto de repudio en los días del éxodo por el Mariel.

Su negativa le valió una crítica fuerte pero “constructiva”. Una especie de mini repudio al “compañero” que es “revolucionario” pero sobre el que “todavía debemos hacer un trabajo político e ideológico”.

Aquello le chocó por unos días pero el tiempo se encargó de suavizar el recuerdo. Entonces vino Angola y como buen “internacionalista” asistió al llamado del comandante. Fue parte de los miles de cubanos que como “carne de cañón” y parte de un ejército invasor fueron enviados a aquella guerra civil.

Alberto tuvo suerte, regresó vivo, sin mutilaciones, quizás algún estrés post traumático que no le llevó al alcoholismo, aunque me cuenta que durante años sufrió pesadillas y se levantaba sudoroso, como un resorte, buscando su imaginaria AKM hasta regresar a la realidad.

Un día le cuestionaron el bautizo de su hija y exhibió su segunda demostración de dignidad al entregar el carnet que lo representaba como miembro del Partido Comunista. Corrían los 80 y por aquella época ser creyente era peor que una mala palabra, algo que un comunista no podía permitir en su familia. No valieron las amenazas ni las presiones porque él es un hombre con carácter, “un hombre a todo” según su decir pero eso no le impidió continuar siendo revolucionario.

Luego llegaron los 90 con la crisis tras el derrumbe de la antigua Unión Soviética. Dos de sus hermanos se largaron pero esto tampoco lo hizo despertar de su otro mal sueño. Él no se rajaba, no era de aquellos que abandonaba el barco ante amenazas de naufragio.

Y el tiempo fue pasando entre penurias y desilusiones. Alberto ahora es un hombre gastado por los años, que sobrevive con la ayuda de sus familiares de Miami. Se acerca a los 70 y parece que al fin comienza a advertir que su vida se ha perdido en una triste simulación, que ha sido una marioneta que otros han conducido.

A veces parece que despierta pero cuando responsabiliza a Los Estados Unidos de la extrema pobreza en Cuba, evidencia su aferramiento a la utopía de aquella revolución justiciera que solo existe en la mente de los de su generación. Una generación traicionada, hundida bajo el peso de toneladas de adoctrinamiento y a la vez responsable del desastre nacional.

Alberto se aferra porque es triste aceptar que se perdió la vida tras una mentira, persiguiendo al unicornio que no fue más que una bestia sanguinaria que devoró los sueños, que nos trajo miseria y esclavitud. Ha sido, como tantos de su generación, esclavo de su propia biografía en medio de un fuego cruzado.

No quiere dejarlo ir. Después de los 60 es casi imposible resetear el cerebro. Uno se vuelve muy conservador y no comprende las ideas de cambio por eso nadie es más reaccionario que los hombres como Alberto.

Pero como dije, a veces parece haber tomado la píldora roja y como Neo despertar de la Matrix, a pesar de que la vergüenza o el orgullo no le permiten aceptarlo. Sobre todo porque el otro día me confesó que teme por sus hijos porque “esta gente son capaces de todo, la situación está difícil y a cualquiera lo trancan o se la arrancan, que es peor…”

Alberto merecía una vida diferente. Nunca fue chivato ni represor, solo un hombre bueno que creyó en el engaño

Quizás eso lo redime.

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