Una deuda, mi devoción

María Matienzo Puerto

Virgen de la Caridad del Cobre. Foto: Jorge Luis Baños/IPS

Hace un tiempo atrás decidí reseñar un libro dedicado a la Caridad del Cobre, escrito a partir de los apuntes que dejara inéditos, nuestro sabio etnólogo, Fernando Ortiz. Sin embargo, el tiempo ha pasado, el libro se me extravío y como se agotó en las librerías ya no tengo la posibilidad de completar el trabajo.

La Caridad del Cobre, sincretizada en Ochún, oricha africana, más que la patrona de Cuba, es un símbolo nacional que hace peregrinar a Santiago como los musulmanes a la Meca, o los judíos al Muro de los lamentos. Ambas se identifican con el color amarilla, los girasoles, la miel de abejas, la calabaza, la fertilidad, el amor, la sensualidad, el dinero y sobre todo con la justicia.

Les cuento, entonces, lo que me sucedió hace un tiempo atrás.

Yo como muchos cubanos, sin que mediara una promesa, fui al santuario de El Cobre y tal vez por no ser un día en que se oficiara una misa, me pareció el recinto más gris que había visto jamás.

Mi acompañante una española renegada a todo sentir cristiano, por ser ella misma víctima del moralismo beático de su nación, contribuyó a que mi pensamiento hacia el lugar fuera hipercrítico: vi una virgen demasiado pequeña con relación a la magnificencia con que la describe la imaginería popular; me pareció de mal gusto la manera en que mostraban las “ofrendas”; en fin, abandoné el lugar con una suerte de decepción.

Esa noche el sueño me llegó temprano, la altitud, la ciudad entre montañas, el viaje y el cansancio complotaban en mi contra, y las ganas de divertirme y conocer quedaron aplazadas.

Ya recorrido una trayectoria de tiempo que no puedo describir, sentí como unas manos estremecían mi cama conminándome a despertar con urgencia, como quien está a punto de perderse un acontecimiento mayor.

Abrí los ojos y en el duerme vela, vi ante mi a la Virgen con el rostro iluminado, tanto que no se le definían los rasgos, solo la corona, el vestido, una estatura sorprendente y las señas de asentimiento o de llamado.

La experiencia duró segundos porque yo en medio de la confusión comencé a tratar de despertar a mi acompañante, no sé si con la intención de compartir la visión (qué ilusa) o aterrada ante la sorpresa o pensando quizás que fuera ella cobrándome una broma; la realidad es que me costó trabajo encontrar a quien estaba a menos de brazo de distancia.

A medida que se fue desvaneciendo la imagen, logré dar con mi acompañante y ella sin saber qué le iba a contar comenzó a decirme, ― No hables y tómate una cucharada de miel ―.

Después, tratando de entender lo que me había pasado, la pregunta se impuso, ¿cómo ella, que no tenía ni el más mínimo conocimiento de religión popular cubana, o ella misma atea confesa, me había casi impuesto la miel?

No hubo respuesta, solo establecimos un conexión inexplicable. Yo prefiero imaginarme que la oricha estaba entre nosotras y la reacción de mi amiga, respondió a un —Sí, mi hija, no estabas soñando, estoy aquí contigo.

Hoy me siento sola, espero que aunque ha pasado el tiempo, ella siga a mi lado cuidando de mis pasos. Yo le rindo culto como único sé hacer, escribiendo.

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