María Matienzo Puerto
Por momentos se me hace borrosa o la veo como envuelta en una neblina, pero permanece ahí, no se esfuma, no se me olvida como tantas cosas, quizás más importantes de mi vida.
La primera vez que vi a un hombre buscar en la basura algo de comer no tuve que preguntarle a nadie qué significaba aquello porque de un modo instintivo me invadió una interrogante, con cierta dosis de angustia: ¿cómo es posible si en Cuba no hay pobres?
Ya sé, ya sé, ya sé. Una pregunta bastante ingenua. Comprendan, tenía si acaso cinco o seis años, y no era capaz de entender que yo, aunque no comía de la basura, formaba parte de esa pobreza.
Tal vez lo que me salvaba de esas ideas eran mis lecturas, infantiles por supuesto, precoses, pero que me dejaban fuera de toda circunstancia adulta. O sea, si había o no comida yo simplemente no me enteraba.
¿Cómo había encontrado ese concepto de pobreza en mi cabeza de niña? ¿No sé? Quizás era parte del dispositivo que nos inoculan desde muy temprano y del que es una pieza importantísima la información de que América Latina es pobre, y que en ella hay niños durmiendo en la calle y gente pasando hambre.
Por favor, no me pidan que también recuerde esos detalles.
Pero vuelvo sobre la primera historia. La idea de la pobreza inexistente en Cuba me siguió hasta que llegaron los noventa del siglo pasado y ya no fue posible evadirla. Era la orden del día. Y la gente hizo lo que pudo para vencerla. Porque la pobreza tiene mala cara y nadie la quiere mirar de frente.
¿Por qué vuelvo sobre estos recuerdos? Hace unos días he visto una alternativa de vivienda muy jodida.
Entro al edificio de unos amigos y como quien no quiere molestar, veo a una pareja (hombre y mujer) acostados sobre cartones, y tapados con sábanas raídas, de un lado de la puerta, porque del otro, organizados y limpios, estaba unas cazuelas y unos cubiertos. Y todavía me resuena en la cabeza la afirmación de mi novia: – Y pensar que nosotras hemos estado a punto de estar así.
Después nos enteramos que los vecinos le llaman a esa zona, la suite presidencial, que allí se hace hasta el amor, sin importar quién esté pasando.
Mi novia y yo nos reímos, pero cuando nos íbamos y teníamos que volver a atravesar la habitación, tratamos de ni siquiera respirar para no despertarlos porque quién sabe cuán largo había sido su día.
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