Al otro lado de la barra del bar

Leonid Lopez

HAVANA TIMES — Tanaka no se creía nadie especial. De hecho nunca había pensado si su vida tenía o no algo de valor. Respiraba al despertar más que para animarse a levantar, para convencerse que aún seguía ahí.

No tenía ninguna afición, me dijo. Par de veces le hizo de caddy al jefe. Por este supo que el golf puede haber nacido en algún país nórdico por el siglo 15. La palabra holandesa kolf significa palo. Pero los romanos tenían a su vez un juego en el que usaban un palo curvado y una bola hecha de plumas.

El jefe miraba siempre la bola de golf al frente como a un futuro preocupante. Tanaka asentía cada dos frases tratando de no olvidar donde estaba. En otro terreno cercano el tiempo se había hecho una bola y alguien hacía hoyos con él. De manera que no se podría decir gustara del golf.

Había compartido mesa con Nakata, un compañero de trabajo, jugando al go. Allí entonces aprendió que el go nació en China hace alrededor de 2 500 años. Hacia el 300 A.C ya se le menciona en las Analectas de Confucio.

En China se le llama weiqi, en japonés igo y en koreano baduk. Era el espejo de la bruja de Blancanieves donde todo el mundo buscaba reafirmar su perfección. Sin embargo no sentía disgusto, si podía ser útil a alguien, por él estaba bien. Tanaka asentía otra vez uhum, so desuka, wakarimashita, honto desuka.

Palabras, palabras altas y menores, sinuosas y directas, sordas y lumínicas. Tanaka medía las palabras, las pesaba, las guardaba en un lugar seguro a salvo del olvido y las alineaba a la espera de entregar la que se esperaba en cada momento.

De ahí que había ganado fama de buena compañía. Y aunque sospecho que también de alguien raro, no debían faltarle ocupaciones. Sin embargo nada parecía animarlo mucho.

Era la primera vez en Japón que alguien me hablaba con franqueza de su nulidad. Claro que es costumbre japonesa no admitirse bueno en nada, rebajarse ante el interlocutor, pero esto como costumbre rasa, sin otra connotación que la de comportarse como es debido. Tanaka le ponía palabras a su nulidad, se confesaba atrapado en ella. Tal vez serían los tragos, tal vez realmente le simpatizaba, no podría saberlo. Su cara no traslucía afectos.

Cuando me decía sumimasen Reo san podía encontrar en sus ojos algo de incertidumbre y pena, nada más. Entonces él parecía descubrir que lo escudriñaba y enseguida repetía como un salmo: no estoy diciendo que no esté contento con mi vida, no me quejo, no me quejo. Y yo queriendo decir que no se preocupara, que debía quejarse si quería.

Aquel día lo llamo el jefe. Supe enseguida quién era por el nerviosismo con que hablaba al móvil. ¿Qué pasa? , le pregunté cuando colgó. Debo ir, me explicó. El jefe, está en otro bar, debo ir, tomar más que él, emborracharme y dejar que me ayude a caminar, apoyándome en su hombro, hasta montar el tren. Y reír, claro, reír sus chistes. No es que sea tan malo, no es que sea tan malo. Sayonará Reo san. Y se fue. No lo he vuelto a ver.

Quería decirle más. No creo que fuera mi amigo, pero conmigo, aún no se por qué, no había dicho solo las palabras adecuadas. Quería decirle me parecía buena persona, qué quizás debiera buscar algo suyo y de nadie más, no sé, algo así. Pero venció la desconfianza en estas frases y me porté hasta el final como se espera de un cantinero. Callé, escuché, serví otro trago y callé otra vez.

 

 

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