Palabras torcidas

Francisco Castro

Foto: Caridad

HAVANA TIMES — Tengo la sensación de que todo lo que he escrito o dicho en los últimos meses ha sido metódicamente malinterpretado.

Lo más preocupante es que las “malas interpretaciones” han sido hechas por una corta pero contundente lista de personas que en algún momento desempeñaron un rol pedagógico muy importante en mi vida.

Personas a las que tengo muchísimo que agradecer, sin las cuales no estaría ahora intentando llevar adelante mi carrera como profesional del audiovisual. Personas a las que aún considero como guías seguras.

Sin embargo, las lecturas que han hecho de determinadas opiniones mías salidas a la luz en diferentes publicaciones, les han decidido a “enfilarme los cañones” de la manera más despiadada.

Son varias las razones por las que se me oprime el corazón al pensar que he sido expulsado del “círculo de los elegidos” de estas personas.

La principal es que ellos mismos han violado impunemente uno de los primeros y más importantes estamentos que me inculcaron en los sucesivos días de enseñanza: la confianza.

La confianza es una de las bases más fuertes que sostiene cualquier tipo de relación. En los casos que ahora me abruman, creí haber logrado con ellos relaciones profesionales y amistosas con excelentes resultados.

Sentí que fui depositario de su confianza cuando me asignaron tareas de gran responsabilidad. Creí haber sido merecedor de ellas al dedicarme por entero al desempeño de esas tareas. Y me pareció que ellos quedaban satisfechos con mi desempeño. Así lo demostraban con sus elogios de agradecimiento, con el ofrecimiento de una amistad más allá de intercambios laborales.

Sin embargo, una vez leídas mis opiniones, no fueron consecuentes con sus preceptos, y decidieron “cortarme el agua y la luz”. No pensaron en un enfrentamiento razonable, en un intercambio iluminador. No dieron espacio a la duda.

Quizás fuera cierto que las cosas que dije pudieran parecer éticamente incorrectas. Pero no se preocuparon por corroborar esta idea. Y menos se preocuparon por ayudarme a rectificar mis errores. Mucho menos pensaron que, tal vez, no estaban entendiendo bien.

Es como si todo lo que antes me decían sobre nuestra bien fundada amistad fuera una colosal mentira, un simple gancho para mantenerme a su lado.

Parece que leyeron en un solo sentido. Algo de lo que ellos mismos me advirtieron que me cuidara. Algo que es el pan nuestro de cada día, en esta profesión cuyo objetivo es, precisamente, crear significados. Objetivo que debe llevar al más rico intercambio de ideas. Intercambio cuya ausencia fue llenada con el juicio definitivo, unilateral y condenatorio.

Ese es el precio que pagan las palabras. Sean estas bien o mal interpretadas. Después de todo, no existe tal cosa como una buena o una mala interpretación. Existen personas que leen, como pueden, o como quieren.

Las palabras no se tuercen o se enderezan. Se tuercen las personas que las escriben, o las personas que las leen.

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