Eramso Calzadilla
Con el interés que últimamente traigo por la cultura afrocubana acepté con gusto la invitación de una amiga a un Violín, y arrastré conmigo a Irina del Havana Times.
Los iniciados en la religión yoruba tienen cada uno su propio orisha que los protege y al que ellos a su vez alimentan y cuidan. A los orishas* se les celebran fiestas anuales, una de ellas es el Violín, dedicado esta vez a la salamera y maternal Oshun, dueña de las aguas de río, la más joven, creo, de las deidades del panteón yoruba que pasaron a Cuba.
La fiesta había empezado cuando llegamos a la bien aparejada casita de Vívora Park donde se celebraba. Atravesando una sala repleta de gente endomingada pasamos al cuarto de ceremonia; nos presentamos y saludamos respetuosamente a Iyalorde, que es también como se le conoce a la reina.
Sobre un altar cubierto de mantos amarillos y dorados yacía, protegida de la mirada y rodeada de manjares, la “piedra” que la representa.
Teclado, tumbadora, maracas, campanas y por supuesto un violín, en manos de los músicos animaban la fiesta, pero lo más impresionante era la cantante, una mujer negra de avanzada edad que con sus cantos y bailes nos transportaba a un ambiente muy distinto de aquel en que nos encontrábamos.
A los muertos se dedicaron los primeros números, y para sorpresa mía eran vals y temas típicos cubanos adaptados lo que se interpretaba. A la orden del violinista y animador, los invitados debimos tomarnos de las manos y tararear juntos ciertos coros.
Aquello me hacía sentir ridículo y fuera de lugar, una niña debió notarlo porque no nos quitaba el ojo de encima.
Ya la huída estaba en planes cuando comenzaron los cantos a los santos. A los santos u orishas se les complace con temas propios de la cultura yoruba. Esos sí nos engancharon y por momento olvidamos la fuga.
La gente empezó a bailar, y las muchachas de una manera tan sensual que no te lo puedo explicar. El Violín es muy suave y no busca bajar a los muertos y a los santos como otras ceremonias; aun así algunos de los bailadores se montaron. Es muy fácil que eso ocurra con ritmos tan monótonos y enérgicos.
Irina y yo andábamos como crispados, teníamos las muelas apretadas y contraídos los músculos de la cara de la energía congregada en la pequeña sala. La multitud, el mareo por las cervezas, la estridencia repetitiva de la campana, las chicas bailando y montándose, el humo de los cigarros, el calor, el cansancio de estar parados todo el tiempo, la sensación de extrañeza… y yo, intentando imaginar cómo sería una ceremonia como aquella pero auténtica.
Ya estaba a un tantito de montarme cuando el canto religioso a los santos fue sustituido por el homenaje a los vivos. De inmediato aparecieron el reguetón con la salsa, y la ceremonia devino una común fiesta casera de las que me espantan.
La cosa era de trencito y todo. A Irina y a mí nos integraron de un halón entre los “vagones” y no nos quedó más remedio que disfrutarlo. A una orden del animador había que agacharse meneando las caderas, nos escondimos, nos negamos, y al final nos libramos de la dura prueba.
Era un ambiente sano y la gente chévere, pero aun así volvimos a pensar en la escapada. A escasos metros de la puerta fuimos sorprendidos por la señora que nos había invitado, y nos hizo recapacitar sobre el desaire que significaría semejante acción.
Y se lo agradecí, pues acto seguido comenzó la repartición de cajitas, ¡Y qué dulces tan ricos!
¡Debieron costar una fortuna! Sobre eso meditaba, sobre los tremendos gastos que implica hacerse santo, y de lo difícil que me sería aún queriéndolo. El animador debió usar sus poderes adivinatorios para leerme la mente porque al momento dijo con intención de que todos le escucharan: “Cuando uno decide hacer una fiesta a Oshun, el dinero aparece solo, ella se encarga de buscártelo, y te facilita las cosas.”
Luego de brindar con sidra la gente empezó a marcharse al fin. Fue en ese ambiente de retirada que el padrino de la ceremonia se nos acercó, afable y ebrio, a preguntarnos cómo la habíamos pasado. “Nosotros – decía y recalcaba – intentamos que la gente se sienta bien, aunque sean de una cultura diferente.”
(*) Los Orishas son los emisarios de Olodumare, o Dios Omnipotente del panteón Yoruba. Ellos gobiernan las fuerzas de la naturaleza y los asuntos de la humanidad.
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