A pasito de hormiga se avanza más

Erasmo Calzadilla

Foto: Caridad

Quiero con esta entrada contribuir en algo al renacimiento de la cultura de los psicoviajes, eclipsada por el puritanismo, el miedo a lo desconocido y la racionalidad convertida en ceguera.

Un psicoviaje es, como el nombre lo indica, un viaje psíquico. Algunos lo asocian con alucinaciones y drogas, pero como a eso que llaman “Realidad” es resultado de una interpretación, entonces no hay más remedio que admitir que siempre estamos psicoviajando.

Entre todos los tipos de psicoviajes me referiré a esos que exploran zonas desconocidas de nuestra mente y nos despiertan de la inocencia convirtiendonos en psicoviajeros autoconscientes. El combustible para semejante tour es suministrado por ciertas “sustancia” o actividades físicas especiales; otros prescinden de estas.

Un psicoviaje mediado por enteógenos no es pues un estado morbido donde las alucinaciones se confunden con la realidad. Más se parece a una tormenta mental que desarticula las estructura psíquica arrasando con nuestras más firmes certezas y hasta con la idea que tenemos de nuestra identidad.

A primera vista parece fatal, y puede llegar a serlo si no se está preparado, sin embargo solo después del derrumbe ceden las puertas a un mundo tan increible (desde este lado), íntimo y maravilloso que los primerisos suelen decir ¡¿Cómo es posible que hasta hoy viviera ajeno a él?!

A no ser que el pánico nos paralice la desorientación forma parte del encanto de un psicoviaje; pero si la demolición fue demasiado drástica podríamos no encontrar el camino de regreso durante un rato, una temporada, o quizás para siempre. Resulta peligroso consumir “sustancias” con mucho poder o en dosis altas; ellas nos elevarían tanto tanto que luego la caida…

También suele ocurrir que a consecuencia de la tormenta psíquica maduren aceleradamente ciertas áreas de la mente mientras que otras queden rezagadas. Entonces a la vuelta sentimos nostalgia de haber perdido la inocencia, y temor (no infundado) de no volver a ser la misma persona. Otra vez aquí familiarizarse con el enteógeno nos puede ayudar a aterrizar tan cerca de la pista como queramos.

Para no extenderme; creo que la mejor (al menos la menos peligrosa) manera de explorar nuestro propio yo (hacia fundirnos con el no yo) es mediante pequeñas, recurrentes, disfrutables y nada traumáticas incursiones. De esta forma el tránsito en ambos sentidos se vuelve algo tan natural y cotidiano que las fronteras mismas se van esfumando, de manera controlada y suave.

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