Elio Delgado Legón

Otro campamento guerrillero en Cuba dando la bienvenida al año 1958.

HAVANA TIMES — Transcurrían los primeros días del mes de octubre de 1958. El día primero, me había incorporado al campamento rebelde. Comenzaba así mi vida de guerrillero. Era una situación nueva para mí, que llevaba más de cuatro años en la lucha contra la tiranía, arriesgando la vida en numerosas ocasiones, pero en otras condiciones, haciendo una vida casi normal: trabajando, estudiando y realizando las actividades revolucionarias que era necesario.

La vida en la guerrilla era otra cosa. Por el día realizaba las actividades programadas: hacer ejercicios, prácticas de tiro en seco y hacer guardia en los puntos escogidos, alejados del campamento, para poder avisar si se acercaban los guardias.

Almorzar y comer lo que preparaban los dos cocineros. Unas veces abundante, otras muy escasa. Ni pensar en bañarse. La poca agua que se conseguía era para beber y cocinar.

Las condiciones generales de ese campamento eran muy precarias. No había una fuente de agua abundante. Tampoco había elevaciones del terreno desde donde se pudiera observar si se acercaba el enemigo. Ni siquiera existía un monte tupido, con grandes árboles que les dieran protección a los guerrilleros.

Simplemente se trataba de una sábana con matorrales, algunas palmas y pocos árboles de mediano porte.

Si se hubiera producido una delación y el enemigo ubicado el campamento, habría sido fácil cercarlo y aniquilarlo, pues los rebeldes no contábamos con armas ni parque suficiente para sostener un combate.

Yo era el último que había llegado a la guerrilla, donde hice el número 13. Para unos, un número de mala suerte; para otros, todo lo contrario.

Después de unos días sin lluvias, el tiempo comenzó a deteriorarse. Unas nubes oscuras y bajas corrían de norte a sur. Por el radio de pilas que tenía el capitán, jefe de la guerrilla, dijeron que se acercaba un ciclón al sur de la isla de Cuba.

El día 6 amaneció lloviendo y con un vientecito bastante molesto. Para hacer la guardia, había que ir envuelto en un nylon (plástico), que el viento pugnaba por quitarte de arriba. Los que no tenían guardia permanecían en sus hamacas, debajo de los nylons o de algunos techos de guano fabricados entre los árboles, para tener mayor protección ante las inclemencias el tiempo.

Ya por la tarde, el viento comenzó a azotar con más fuerza, de tal manera, que los pequeños árboles de aquella manigua parecía que se iban a partir, mientras de las palmas, a cada rato se desprendía alguna penca, que era llevada lejos por el viento.

Cuando ya estaba oscureciendo, y el viento le sacaba los más disímiles sonidos a los matorrales, llegó el hijo de un campesino, fiel colaborador de la guerrilla, para conminarnos a que fuéramos para su casa, pues al lado de la suya había otra casita que estaba vacía y en la cual cabían los 13 guerrilleros para pasar el ciclón, que no se sabía, a ciencia cierta, cuál sería su intensidad ni si podríamos resistirlo en nuestras precarias condiciones.

Después de analizar los pro y los contra de realizar un traslado en esas condiciones, se decidió levantar el campamento y trasladarnos hacia aquella casita, desde donde, después, iríamos hacia otro lugar, para establecer un nuevo campamento que tuviera mejores condiciones.

Ya de noche cerrada, con el campesino como guía, iniciamos la marcha, en fila, sin separarnos mucho uno de otro para no perdernos en la oscuridad. El viento se sentía cada vez más fuerte, y de cuando en cuando una penca de guano caía cerca de nosotros.

Caminamos como tres kilómetros en medio de aquella lluvia con viento huracanado, con los trillos llenos de agua, que a veces nos llegaba hasta media pierna, hasta que llegamos a la casita y pudimos acomodarnos regados por el piso, alumbrados por la luz de un farol de kerosene.

Casi nadie pudo dormir aquella noche, pues parecía que el viento se iba a llevar el techo de la casa. Cerca del amanecer, comenzó a calmarse el ciclón, señal de que había pasado y se alejaba. La lluvia, con algún vientecito no tan fuerte como el del día anterior, continuaba inundando los caminos y los trillos del monte por los que tendríamos que trasladarnos hacia el nuevo campamento. Durante el día, permanecimos dentro de la casa para no ser vistos por alguien que pasara cerca. La familia del campesino nos trajo desayuno, almuerzo y comida, que no quería cobrar, pero el capitán les dejó el dinero sobre la mesa.

Para trasladarnos teníamos que esperar la noche, pues la oscuridad nos protegía de ser vistos por alguien que pudiera delatarnos.

Cuando comenzó a oscurecer, salimos nuevamente, en fila, no muy lejos uno de otro para no perdernos en la oscuridad. Marchamos entre agua y fango casi toda la noche, hasta llegar a otro montecito, cerca de un arroyo crecido, que tenía el agua carmelita, por lo que no se podría tomar hasta que se asentara el fango que estaba diluido en ella. Al día siguiente volvimos a la misma rutina y a preparar condiciones de vida en el nuevo campamento. Ya ni se hablaba del ciclón.

 

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