Cuando salí de La Habana

Alfredo Fernández

Area de espera de los pasajeros en el Terminal 3 del aeropuerto Jose Marti.

HAVANA TIMES — “Cuando salí de La Habana de nadie me despedí” reza una canción de mí infancia, que luego precisaba, “solo de un perrito chino que venía tras de mí”. No sé por qué, pero siempre que de niño  escuché esa copla infantil invariablemente se apoderaba de mí una entonces injustificada tristeza.

Yo  era niño y estaba muy lejos de vivir en La Habana y por consiguiente de irme de ella. El tiempo pasó y me hice adolescente en medio de un “Periodo Especial” que ni siquiera me permitió tener una foto mía de esa etapa tan controvertida para todo ser humano.

Corría marzo de 1996 cuando llegué a La Habana, con veinte años recién cumplidos y un millón de sueños en mi cabeza que, salvo algunos,  continúan intactos.

Debo agradecerle a La Habana una carrera y una maestría. La  primera; hecha con sangre, mientras trabajaba en lo que aparecía  en el mercado Único de Cuatro Caminos, o en cualquier otra cosa que al final me permitiera graduarme de licenciado en “Estudios Socioculturales”, estudiando siempre al final de la tarde y en las noches durante 6 años en el curso a distancia de la Universidad de La Habana.

La otra, la maestría; con el rimbombante título de  “Gerencia en la Ciencia y la Innovación”, la hice con la única ambición de engordar mi currículum con la primera maestría que apareciera entre las tantas a las que había aplicado,  a fin de estar lo mejor preparado para el momento que hoy motiva estas palabras.

Imposible no agradecerle a esta ciudad su vida cultural. Aquí asistí a eventos que en Santiago de Cuba me hubieran sido imposible vivir: Festivales de Cine, Teatro, Ballet, Danza, Música, Exposiciones y Presentaciones de Libros.

Eventos que en no pocos casos vivirán para siempre en mi imaginario estético, como en aquel festival de Ballet en que vi a Julio Bocca bailar tango, o aquella noche en que el trompetista Wiynton Marsalis se presentó en el Teatro Mella junto a la Jazz Band de Nueva York.

También debo de agradecerle a La Habana  las personas que conocí en ella, definitivamente buenas, con sus defectos — ¿pero quién no los tiene?—  pero buenas en esencia. Gente que ha sabido sortear su pobreza para seguir viviendo, aunque  en realidad esto sea un mérito de todos los cubanos.

Pronto partiré  de Cuba, ¿cuándo volveré? No lo sé, necesito ver el mundo exterior, cerciorarme por mis propios ojos de que en verdad la tierra es redonda y de que hay vida real más allá de los límites de esta extraña isla.

¿Volveré algún día a vivir en La Habana? Dios quiera y así sea, pero salgo resuelto a la idea de encontrar un trabajo con un salario justo que me permitan ayudar a mis padres, ya en la tercera edad y a mi hermana enferma. No voy a  buscar lo que La Habana me negó, sino las posibilidades que Cuba se guarda para unos poquísimos.

No sé qué azarosa circunvalación de mi existencia hizo a esta triste copla infantil resituarse de nuevo en mi memoria. Ahora con toda la justificación posible del mundo.

Cuando  atraviese la aduana de la Terminal # 3 del aeropuerto “José Martí” y regrese mi mirada hacia el cristal de lo alto, encontrando en mi despedida a amigos y familiares,  la sensación que me quedará al sentarme en el avión será la de una ineludible soledad.

Lo sé, quedando desde ese momento abierta la puerta a esa nostalgia pertinaz que invade a todo el que ha vivido, amado y sufrido en esta enigmática ciudad.

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