Cómo me ven mis compatriotas (II)

Yusimí Rodríguez

HAVANA TIMES — Mi status cambió, al menos a los ojos de mis compatriotas, en el año 2000. Fue el año de mi primer viaje a Trinidad. Cuando vas a Trinidad, todos te dicen que no debes perderte la Playa Ancón.

Descansaba en la arena de la que se conoce como la segunda Varadero de Cuba cuando se me acercó un joven que trabajaba en la construcción de un hotel en la playa. Me preguntó: “¿Amiga, juer yu from? (Where are you from?)”. “From Cuba igualito que tú, papito”, fue mi respuesta.

Ese año descubrí que muchos de mis compatriotas hablan un español cuando están entre cubanos y otro con los turistas, sobre todo con los que no entienden español. Para estos han elaborado un español con acento inglés, alemán, francés, italiano y alemán, todo mezclado, que no deja de ser español ni resulta más comprensible para quienes no hablan nuestro idioma.

Hablo en serio. Hace solo tres días iba en una guagua y un hombre conversaba por el celular a menos de un metro de mí. Por su acento supuse que era extranjero. Sí, muchos extranjeros se han percatado de que es mucho más barato (e incómodo) viajar en guagua. Dos minutos después, el hombre empezó a conversar con una pasajera y sonaba tan cubano como yo.

También he notado que mi status oscila. Cada vez que creo haber perdido el sex appeal, o sea la apariencia de jinetera, porque ya tengo treinta y seis años, aparece algún policía que me pide identificación y me demuestra lo contrario. Pero ahora que lo pienso, no puedo (no quiero) cambiar el color de mi piel; por tanto siempre existirá la posibilidad de que me tomen por una jinetera.

Pero con esta piel negra también se puede ser extranjera. Sobre todo si camino por la Habana Vieja, cámara en mano. Mis compatriotas se acercan tan solícitos y sonrientes, con su mímica y su español con acento indefinido, aunque algunos chapurrean algo de inglés o francés y otros los hablan con tanta perfección, que casi me avergüenza sacarlos de su error.

Pocas cosas decepcionan tanto a los cubanos (tan acostumbrados a las decepciones) como descubrir que la persona que tomaron por extranjera, que representa la posibilidad de una comisión por llevarla a un restaurante privado, o de algún regalito, no es más que otra cubana muerta de hambre. En cuestión de segundos paso de ser un regalo del cielo a ser una pérdida de tiempo.

A veces salgo a practicar con mi camarita digital en la Habana Vieja. Me gusta sobre todo fotografiar gente. Los que aparecen en las fotos actúan con indiferencia ante la cámara, o son compatriotas amables, ingenuos quizás, que no esperan nada a cambio, orgullosos de que a alguien le interese fotografiarlos.

Algunos no pudieron evitar tomarme por una turista y sintieron tristeza, pienso que sobre todo por mí, de que fuera una de ellos.

Los que no aparecen son compatriotas que viven de que les tomen foto. Cobran por ello y pagan licencia (o no). La tarifa por cada foto oscila entre uno y dos pesos convertibles: veinticinco o cincuenta pesos en moneda nacional, el diez o el veinte por ciento del salario de un trabajador estatal.

Yo no tenía dinero, al menos no el suficiente para pagar por retratarlos. Esa ocupación (legalizada) es bastante reciente. Parte de la actualización de nuestro modelo socialista, que según nuestro actual presidente ocurrirá “sin prisa, pero sin pausa”.

Los cubanos no hemos podido tomar muchas pausas, y más bien hemos debido darnos bastante prisa para encontrar formas de supervivencia.

En el 2004, fui a la playa con un amigo, un hombre tan hermoso que me da envidia, y los extranjeros intentaban fotografiarlo todo el tiempo. Él exigía dinero: “No money, no foto”. Y permanecía alerta de que nadie captara su imagen de gratis.

Ahora el Estado ha visto que se puede vivir de ser fotografiado por los turistas, y de paso pagar impuestos. De hecho, se puede vivir mejor que muchos que tienen empleos estatales.

Uno de estos personajes que hubiese querido fotografiar, pero no me alcanzaba el dinero, era un rastafari. “¿Por qué debo dejar que te lleves mi imagen, mi rostro, de gratis? Yo también necesito vestirme, calzarme. No sé que vas a hacer con la foto”. Y tenía razón.

El año pasado estaba sentada en la Plaza de Armas y un grupo de mujeres extranjeras se detuvo frente a mí para fotografiarme. Me quedé tan sorprendida que no atiné a moverme o decir nada. ¿Qué habrán hecho con la foto?

No se me había ocurrido antes, pero los extranjeros pagan por cada souvenir que se llevan. ¿Por qué deben mis compatriotas dejar que se lleven sus retratos de gratis?

A la vez pienso que para mí un peso convertible no representa lo mismo que para un extranjero, pero fotografiar a alguien no es una necesidad de primer orden. Si quiero darme ese lujo, debo pagarlo, aunque no sea la extranjera que muchos compatriotas creen que soy.

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