Apoyar a la Revolución Cubana en la distancia

Yusimí Rodríguez

Foto: Edwin Wiebe

HAVANA TIMES, 9 abr — Sucede algo curioso, en muchas ocasiones, cuando expreso en voz alta una crítica al sistema que rige en mi país, frente a una persona extranjera.

Se espantan y me increpan por mal agradecida, ingenua, ignorante, que oso criticar mi realidad, porque desconozco las de otros países. Los suyos, por ejemplo.

Muchas de esas personas son jóvenes estudiantes de países vecinos del continente, o incluso de los Estados Unidos, que no tienen la oportunidad de acceder a estudios universitarios en sus tierras natales. Pueden hacerlo aquí. De gratis, además.

Entiendo su gratitud. Pero entonces me pregunto: ¿cómo el Estado cubano ha costeado, hasta ahora, los estudios de tantos jóvenes extranjeros?

Sospecho que han sido los recursos generados por el pueblo los que han sustentado el altruismo de nuestro gobierno. Sospecho que somos los verdaderos deudores de esos jóvenes y quizás, sería la primera en irritarme si no mostraran agradecimiento.

En el otro extremo, están los extranjeros del primer mundo. Cuando me dicen que estoy equivocada, supongo que deben tener razón. Han viajado, han visto el mundo, pueden comparar.

A veces, siento la misma confusión al leer los comentarios de algunos lectores de HT. Llego a dudar antes de escribir una nueva crítica.

No sabría precisar el momento en que experimenté esta sensación por primera vez, pero sé que empecé a ser consciente de ella en el 2005.

Fue el año en que conocí a una galesa y una argentina, marxistas ambas y solidarias con la Revolución cubana, que habían venido para quedarse. Sudaban entusiasmo, estaban ansiosas por ayudar al país de alguna forma, querían vivir como cubanas.

Foto: Byron Motley

Venían de los Estados Unidos y hablaban perfecto inglés. Consiguieron empleo como traductoras.

Las visitaba con frecuencia en el apartamento que les habían asignado en su trabajo, y allí hablábamos de marxismo, socialismo, la Revolución, el Ché Guevara.

Era un apartamento amplio, con muebles cómodos, refrigerador de dos puertas (que yo no había visto hasta entonces), cocina de gas con horno (yo aún cocinaba con kerosene); o sea, un apartamento normal. A ellas ni les parecía tan grande. Tan distinto del mío en Víbora Park, con dos cuartos para cuatro personas, una pequeña sala comedor, una cocina estrecha con un refrigerador pequeño. Tampoco había mucho que guardar en él.

Allí, en el piso 19 o el 23 del edificio Focsa, desde donde los carros que corrían junto al malecón parecían de juguete, Marx y el Ché sonaban como música en mis oídos.

Ellas querían vivir como cubanas, decían todo el tiempo, para eso habían venido.

Vivir como cubanos

¿Qué quería decir vivir como cubanos? ¿Como cuáles cubanos querían vivir? ¿Como los ministros, los funcionarios del Estado, los deportistas (algunos) de alto rendimiento? ¿Como yo?

No sé si alguna vez tomaron el transporte público, si alguna vez hicieron el intento de subirse en uno de nuestros camellos de entonces. Fuimos juntas a dos conciertos de hip hop y en las dos ocasiones viajamos en taxi.

No en uno de los carros de mediados del siglo pasado que llamamos almendrones y cuestan diez pesos cubanos, y que solo monto en casos extremos, con profundo dolor por los diez pesos. Viajamos en taxis de verdad, con choferes uniformados, y costo en divisas. En menos de diez minutos hicimos un recorrido que me habría tomado más de una hora.

¿Cuando hablaban de vivir como nosotros, les pasaría por la cabeza ganar un sueldo raquítico que apenas alcanza para mal comer? ¿Vivir sujetas a una libreta de abastecimiento, temiendo cada día que desaparezca la libreta de abastecimiento? Cada vez que liberan un producto de la libreta, tiemblo.

Foto: Gregory Israelstam

¿Se habrían conformado mis amigas con las fuentes oficiales de información, con la imposibilidad de crear, aún dentro de la izquierda, otros partidos políticos? ¿No habrían cuestionado la falta de libertad de expresión y de prensa?

Pero aún si mis amigas hubieran decidido vivir con libreta de abastecimiento en una vivienda pequeña, con un sueldo microscópico; si hubiesen renunciado con gusto a determinadas libertades, algo habría marcado una distancia insuperable entre nosotras: su posibilidad de salirse del juego, tomar sus pasaportes, reservar un pasaje en avión, y adiós.

Recuerdo una ocasión en que debía asistir a una de esas marchas multitudinarias que registraban records de asistencia popular. En el periódico nos decían que podíamos ir a la marcha desde nuestros lugares de residencia. En cada municipio había puntos de transportación para la marcha. No había transporte para nada más. La única forma de ir al trabajo justo después de la marcha, era asistir a la marcha.

Fui con mis amigas. Caminábamos juntas, pero tan distantes. Ellas, eufóricas por la experiencia, coreaban las consignas que exigían el regreso de los Cinco Héroes y la extradición del terrorista Luís Posada Carriles. Yo, contemplaba aquel espectáculo, una vez más.

Pensaba en todas las veces que había tenido que asistir a alguna marcha o tribuna abierta, bajo la amenaza de perder el sueldo del día. Pensaba que a mis veintiocho años, no tenía una casa propia; no tenía un cuarto propio. No tenía esperanzas de ver un pedazo del mundo fuera de las costas cubanas.

Quise sentarme en el muro del malecón, pero no llegué a hacerlo. Un policía me dijo que no podía estar allí. Me indicó con la mano la marea de gente que avanzaba. Debía seguir. Atrás, ni para coger impulso.

Mis amigas decían que incluso mi frustración por no conocer el mundo era un privilegio. En otros países, la gente era demasiado analfabeta para pensar en ampliar sus horizontes. O tenían demasiada hambre para darse el lujo de preocuparse por algo que no fuera llenarse el estómago, para llegar con vida al día siguiente.

Y tuve que reconocer que tenían razón.

Foto: Jennifer MacDonald

Un mes después de esta plática, mis amigas me anunciaron que se iban de Cuba. No había transcurrido un año desde su llegada. Nunca entendí bien por qué se fueron. Sé que sus ansias de ayudar al país habían sido recibidas con más desconfianza que gratitud, que el ambiente donde trabajaban era hostil.

Se iban a Francia. Desde allí, me aseguraron, continuarían apoyando a la Revolución Cubana.

Pensé en cuánto me gustaría apoyar a la Revolución desde Francia o cualquier punto del planeta, al menos por un tiempo. Descubrir, desde allí, que vivo en un país maravilloso, donde las cosas marchan bien, donde hay justicia y libertad; poder extrañar las bondades de la Revolución.

Tal vez, la realidad me ciega porque la miro demasiado de cerca, porque estoy dentro de esta realidad, porque la padezco.

Han transcurrido siete años desde que nos despedimos. Supe de ellas recientemente. Están bien, en Francia. Separadas, pero bien. Tienen sus empleos, sus planes, viajan alguna vez durante las vacaciones.

Yo tengo 35 años. Aún no tengo casa propia. Comparto el cuarto con mi hermana y mi sobrina. No he visto el mundo, pero conservo planes y sueños. Tengo salud y a mis seres queridos. Supongo que también puedo decir que estoy bien.

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