Morir en Cuba, la historia desprecia al desposeído

Por Frank Simón

No todos tienen una sepultura así.  Foto en el cementerio Colón de La Habana: Elio Delgado Valdés

HAVANA TIMES – “Lo querían sacar de la caja y quitarle el marcapasos, porque, supuestamente, podría servir a otro enfermo del corazón”, la declaración de Alberto Manuel me petrificó y dio pie para una historia en la que se narran los últimos momentos de un cubano sobre esta tierra y los enterramientos en medio de la precariedad o de la opulencia, según la posición social del difunto.

“Ni para las coronas teníamos, puesto que mi padre era un simple médico, que ganó casi toda su vida 500 pesos (20 usd) y solo al final obtuvo un aumento salarial leve”, cuenta Alberto. Luego de meses junto a su progenitor enfermo lo acompañó a la última Tule: una tumba común.

Dos años después se saca al muerto y se coloca en un osario, lo cual cuesta el módico precio de 150 pesos cubanos, “pero eso ya es más barato, imagínate que ni cajas hay en las funerarias, a mi padre lo pusieron en una que se deshacía en pedazos según la íbamos bajando al hueco”.

La situación en que se hallan los cementerios en Cuba demerita el respeto que llevan esas personas que vivieron en medio de un proyecto social lleno de promesas incumplidas, muchos de ellos trabajadores obreros y profesionales que mal existieron bajo la hégira de un gobierno apocalíptico y loco, que solo pedía más sacrificios.

En cuando a los camposantos, la mayoría son fruto de la opulencia o la pobreza de las clases sociales anteriores a 1959, quienes construyeron monumentos como la Necrópolis de Colón, la cual pudiera figurarse a sí misma como sitio de patrimonio, de no ser por la constante depredación de que es víctima y de las quejas de los usuarios.

Carmen tiene 72 años y perdió a su madre de 99 años hace ya tiempo, y cuando la fue a sacar para el osario, le faltaba la cabeza y las tibias, “un claro efecto de que a mami la usaron los paleros, quienes les pagan a los sepultureros por profanar las tumbas con fines religiosos. Eso es un negocio redondo, al igual que la venta de herrajes de bronce y estatuas”.

He visto con mis propios ojos cómo detrás de los osarios suelen confundirse los cuerpos y los huesos, de manera que el familiar puede estarle llevando flores a alguien que no tiene parentesco alguno; tener a los muertos en orden y bajo respeto es casi imposible, ante la voracidad de religiosos y el irrespeto de algunos de los que laboran en los camposantos.

Siempre está la excusa de los bajos salarios, que obliga a los trabajadores de esas instituciones a “hacer otra búsqueda”, pero el episodio se torna macabro en extremo.

En tiempos del Obispo de Espada se empezaron a construir los cementerios en las salidas de los pueblos cubanos, por motivos de salubridad, pues hasta entonces los muertos iban a dar a las criptas de las iglesias, en el mejor de los casos, o a fosas comunes, para perros, si eras pobre.

Todavía la mayoría de los cementerios en la Isla responden a aquella orden dada por el obispo, algunos de esos lugares, como el Tomás Acea,  de Cienfuegos, son verdaderas joyas del estilo ecléctico criollo o el de Colón, con sus volutas neobarrocas y sus tumbas de disímiles formas. Pero todo es agua pasada en la Cuba comunista, donde el aplanamiento de la persona va más allá del momento de morir.

“Antes, a muchos los echaban al mar en una caja de bacalao”, me cuenta Carmen, seña de que las sombras que persiguen al hombre muerto no son de ahora, sino que se trata de un problema de los tantos irresueltos en este país.

Lo cierto es que al padre de Alberto, médico por demás, le sacaron el marcapasos en la misma funeraria, luego de que los forenses del hospital se negaran a hacerle una biopsia, porque “estaban muy ocupados”, y es que si no eres importante o no sueltas dinero, vivo o muerto, cada vez existes menos para el sistema de salubridad cubano, un fenómeno que se transforma en el mentís de una de las supuestas grandes conquistas del socialismo.

“Morir en Cuba cuesta caro y feo, pero siempre ha sido así”, me dice Carmen y yo recuerdo que desde el Antiguo Egipto, o mucho antes, los ricos se llevaban todo lo que en vida poseyeron, incluyendo esclavos aún vivos, seña de que para ellos hasta la vida más allá de la muerte era comprable; también viene a mi mente la venta de indulgencias en la Edad Media, o sea, de terrenos en el Paraíso Terrenal a quienes poseían el capital suficiente para pagar, con dinero, sus pecados.

“Tanto trabajar en medio del paraíso de los trabajadores, para acabar alquilando a precios nada baratos un espacio para mi padre muerto”, me dice Alberto.

El y yo terminamos preguntándonos quién pagará por nosotros para no terminar en una fosa común, pues no tenemos ni herencia de bóveda ni dinero para comprar un hueco, un espacio mínimo de camposanto; quizás seamos otra vez de aquellos que lanzaban al mar en cajas de bacalao, presa fácil de peces y de olvidos, en esta historia que siempre desprecia al desposeído.

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