Por Aurelio Pedroso (Progreso Semanal)
Hace más de 25 años –y se escribe rápido-, viví allí unas impresiones similares a las de esta mañana cuando justo en el momento en que observaba el desenvolvimiento de un vendedor ciego, fue el invidente quien alertó a sus compañeros de labor que la policía se aproximaba.
Lo único que al parecer ha cambiado es que los agentes de la autoridad, tal vez porque tengan mayores preocupaciones frente al delito, ya no hostiguen a esos vendedores de chatarras, cosas inservibles y alguna que otra tontería de origen “desconocido” y hayan descubierto que los verdaderos ladrones se encuentran en niveles más altos, en un maridaje de robos y corruptelas que parece no tener fin. Hasta el cieguito prosigue en su mismo sitio, más saludable que quien suscribe. Y se trata, repito, de un cuarto de siglo transcurrido.
Clientela o curiosos no le faltan al muro-vitrina-banco porque la posición que ocupa es estratégica. Tres esquinas muy concurridas: la farmacia, los hospitales oncológico y ortopédico, y en la otra las ruinas de lo que fue el hospital infantil Pedro Borrás.
A continuación, otro hombre cercano a los 40 años que no cesa de rascarse los dedos del pie izquierdo aquejado de hongos sin duda alguna. Las cosas de Cuba: extrae de una bolsa un pomo pequeño que en su momento tuvo agua para beber y ahora tiene alcohol. Se dispara un trago en la mañana que comienza y a continuación se vierte un poco en la palma de la mano para frotárselas entre los dedos del pie. Alcohol por arriba y por abajo debió auto medicarse este caballero que oferta prendas de vestir de segunda, tercera o cuarta manos que piden a gritos ser enviadas al colector de basura más cercano.
Le sigue encima del muro, la “sección” de calzado: sandalias femeninas y botas para darle paso nuevamente a los textiles, un juego de pantalón y chaqueta de color negro que aquí llamamos “traje”. A no dudar aspirando a que un familiar de algún fallecido lo adquiera para que el difunto salga del hospital bien elegante en busca de la mano de ese ángel que le conducirá al cielo.
Viene entonces el pasillo de entrada la farmacia donde tres hombres jóvenes charlan animadamente sobre diversos temas encima de un banco de cemento al tiempo que se muestran enlatados de comida los unos a los otros. Llega un cuarto tertuliano con una frase en clave a todas luces: “ ¿A qué hora sale el avión?”.
Allí se habla de todo al compás de movimientos de botellas con ron peleón, de la sequía, de personas conocidas y para ponerle la tapa al pomo, a cualquier volumen, de los números agraciados en la ilegal charada (lotería ilegal).
Entre las ofertas resaltan dos textos como destinados a un intelectual en plena fase de crisis emocional, creativa y económica. Uno en inglés que anuncia en cubierta la presencia de 20 personalidades famosas norteamericanas en páginas interiores, y nuestra novela de siempre, Cecilia Valdés, de Cirilo Villaverde, el mismo autor a quien el choteo popular y en el habla familiar le cargan esa frase que reza: “Ya lo dijo Cirilo Villaverde al salir del hospital, que cuando el mal es de cagar no valen guayabas verdes”.
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