Café en Cuba… con sabor a café

Yusimi Rodriguez

HAVANA TIMES — Nunca he comprendido la adicción de las personas por el café. Me encanta el aroma, y con leche o crema, lo encuentro delicioso. Pero me resulta casi imposible tomarlo solo.

Por mucha azúcar que le añada, no hay forma de que deje de resultarme insoportablemente amargo. Eso pensaba hasta el último domingo, 24 de marzo.  Ahora pienso que podría convertirme en una adicta al llamado néctar negro de los dioses blancos.

Algunos colegas de HT estábamos citados con dos profesores norteamericanos y sus alumnos estudiantes de periodismo, en el restaurante El Aljibe, a las 8:00 p.m.

Los estudiantes querían reunirse colaboradores de HT para conocer sobre nuestro trabajo en el sitio y nuestras diversas visiones de la realidad del país.

Ninguno de los cuatro colaboradores que asistimos al encuentro (Verónica Vega, Yasser Castellano, Francisco Castro… y yo) habíamos comido allí antes. Ni volveremos a hacerlo, probablemente.

En realidad, no conocíamos el lugar. ¿Creerán que tuve que preguntar por correo electrónico a uno de los profesores norteamericanos, la dirección de un restaurante en mi propio país, en mi propia ciudad?

A pesar de las dificultades del transporte, los cuatro nos las arreglamos para acudir a tiempo. En realidad, demasiado a tiempo. Llegamos media hora antes. Cuando debemos encontrarnos con alguien del extranjero, los cubanos hacemos nuestro mayor esfuerzo (mayor que el usual) para llegar temprano.

Entre nosotros, los extranjeros tienen fama de ser puntuales (especialmente los alemanes), o quizás es sencillo en sus países ser puntual. Aquí es una odisea. Por eso, si estás citado con un compatriota y te retrasas, sabes que te esperará.

A veces, el motivo del retraso no tiene nada que ver con el transporte. Pero esa es nuestra excusa. Y nos creen. El problema del transporte es el plan nuestro de cada día.

Los americanos llegaron media hora después de la hora fijada, cuando yo estaba por proponer que nos marcháramos, y había empezado a hacer algo que se me ha vuelto costumbre tras ciertos acontecimientos recientes en mi vida: hablar mal de los norteamericanos.

Llegaron temerosos de que nos hubiéramos marchado. Nos ofrecieron disculpas. El avión se había retrasado. Apenas tuvieron tiempo de soltar el equipaje en el hotel antes de salir a reunirse con nosotros.

En circunstancias como estas, sentada en la mesa de un restaurante caro, una corre el riesgo de olvidar quién es: una cubana muerta de hambre que en condiciones normales no pensaría ni en asomarse a un restaurante como este. Pero enseguida aparece un alma noble que nos refresca la memoria. ¿Quién? Un compatriota.

El guía cubano que acompañaba a los norteamericanos explicaba que se iba a repartir una bebida de bienvenida, y que además podrían solicitar otra, que también estaba incluida en la oferta. Cometí el error de preguntar si la bebida contenía alcohol, y mi compatriota me aclaró que la bebida de bienvenida era para el grupo (del cuál, ni yo ni mis amigos éramos parte). ¿Cómo se me ocurre? Aquello era una bebida de bienvenida y yo no he llegado de (ni he ido a) ningún sitio fuera de este país.

Al final, aunque los camareros nos ofrecieron las bebidas también, no la quise.

Fuera de ese insignificante incidente (y de que más tarde, Verónica percibió que el chofer del ómnibus que trasladaba a los norteamericanos, también un compatriota, no devolvió el saludo ni respondió cuando le dimos las gracias al bajarnos en el Vedado), la noche fue muy agradable.

Nuestros anfitriones eran jóvenes amables, inteligentes, con sentido del humor; ávidos de conocer sobre Cuba: la sociedad, el deporte, la cultura, la moda…, las malas palabras.

La comida también nos gustó mucho. La especialidad del lugar es el pollo, pero Verónica, Yasser y yo somos vegetarianos. A ella le hicieron un arroz con vegetales muy rico; él y yo comimos unos frijoles negros maravillosos.

Estaba pensando que valdría la pena regresar a aquel sitio, solo por esos frijoles cuando trajeron el café y decidí probar un sorbo de la taza de Yasser: un café expreso fuerte, espumoso, muy aromático, con un ligero deje amargo al final. Divino.

Lo que distribuyen en las bodegas por el precio de cinco pesos, a razón de un paquete mensual por consumidor, que por supuesto no alcanza hasta el final del mes, y por tanto la gente se ve obligada a pagar diez o quince pesos por paquete en la bolsa negra, no tiene nada que ver con lo que tomé el domingo en El Aljibe. Es una cosa amarga que casi te araña la garganta. El chícharo, me explicaba Verónica al día siguiente.

Lo mejor es que generaciones de cubanos se han acostumbrado tanto a ese chícharo en el café, que cuando la bebida no lo contiene, lo extrañan.

Podría parecer que voy a usar el café como pretexto para criticar al gobierno; que los colaboradores de HT no hacemos otra cosa, y todo el tiempo buscamos de qué agarrarnos para atacar.

Pero no, hay cuestiones mucho más serias, más importantes que reclamarle a este gobierno, para pensar en algo tan insignificante como un café que sepa a café.

Sucede que cuando te percatas de que no has tomado ni café de calidad en toda tu vida; de que el sueldo no te permite comprarlo y mucho menos pensar en invitar a tu familia a un restaurante como El Aljibe, una vez al año, te preguntas a qué puedes aspirar en tu propio país.

Siempre recuerdo aquella pregunta de Eliécer Ávila a Ricardo Alarcón en el 2008: “¿Hasta cuándo es el sacrificio?”. Ahora me pregunto: ¿Para qué? ¿Para qué trabajaron mis padres? ¿Para qué trabajo yo?

Algunos pensarán que somos afortunados los cubanos: nos damos el lujo de quejarnos por el café, cuando en el mundo hay quienes deben conformarse con una comida diaria, si tienen suerte.

Tendrían toda la razón, si la élite política en el poder no se hubiese vanagloriado durante años con comparaciones que nos ponían al nivel del primer mundo. Si esa misma élite que exigió sacrificio y austeridad en los noventa, no disfrutara los privilegios de los que estamos tan lejos.

No sé si existe verdadera equidad en alguna sociedad de este planeta, pero a nosotros nos la prometieron. Esa era la sociedad que nuestros padres creían estar construyendo.

Puedo entender que para alcanzar una sociedad así, merecía la pena renunciar a la libertad de prensa, de expresión, de asociación, someterse a la dirección de un partido único en nombre de la unidad. Pero ahora que ese futuro luminoso se desvaneció en el horizonte, ¿cuál es el objetivo?

¿Necesitaba un sorbo de café de buena calidad para pensar en estas cosas? No. A fin de cuentas, hay gente que adora el café de la bodega. Y gente que no toma café. Es cuestión de gustos. Pero sucede que la rutina nos hace olvidar a veces que somos ciudadanos de segunda clase en nuestro propio país; que nuestras aspiraciones se reducen cada vez más al pan diario. Y nos acostumbramos.

Algo me alivia: no me volveré a adicta al café como temía el domingo, por la simple razón de que pasará mucho tiempo antes de que pueda volver a darme el lujo de tomar un café con sabor a café.

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