Dos novias en La Habana

María Matienzo Puerto

Ángel y la musa. Foto: Caridad

Cada vez que me hablan de reencarnaciones solo se me ocurre recordar en la vida que llevamos, mi novia y yo, durante más de seis meses.  Carga bultos para acá, carga bultos para allá: aquí ya no pueden estar; tienen que buscar un nuevo alquiler; bueno, duerman unos días en la sala de mi casa, hasta que encuentren.

La tía que pudo resolvernos seis meses de tranquilidad, pero que no lo hizo; la cara de compasión de algunos conocidos y hasta de los amigos; una abuelita que trocó su papel con el de bruja; engorrosos trabajos de fuerza para ganar algo de dinero; y la pregunta de siempre, ¿ustedes son de La Habana? con la respuesta: sí, somos habaneras.

He optado por una explicación mística religiosa porque en la realidad no la logro hallar: nosotras, en vidas anteriores, debimos ser gitanas o brujas prófugas de la Santa Inquisición. Y ahora, arrastrando alguna deuda, seguimos de nómadas.

Somos nacidas las dos en la capital más hermosa que hayamos visto (no hemos visitado otras). Una cerquita del Vedado y la otra en el mítico Luyanó.  Ninguna con la gracia de una herencia o con el legado de un apellido aristocrático.

Ella licenciada, yo también. Ella una mujer sensible y yo también: fuimos vestuaristas de una compañía de ballet acuático, y no crean que como el nombre indica, dentro de nuestras obligaciones estaba el diseño y confección de los trajes, o el placer que intuyen algunos cuando piensan en bailarinas, o sea, tampoco teníamos que ayudarlas a vestirse.

Nosotras, simplemente cargábamos unos maletines llenos de ropa mojada cada vez que terminaba la función para ponerlos a secar en el lugar donde estuviésemos durmiendo para esa temporada.

¿El pago? La millonada de treinta dólares mensuales que no nos sirvieron para mucho porque lo que necesitábamos era un espacio.

Para ese entonces yo había salido del yugo de un marido feroz y la abuelita de ella nos acogió en su casa de Guanabacoa. Y creímos que nuestra historia iba a continuar con un “felices para siempre”: el plan era ayudar y hacernos de nuestro espacio junto a la anciana.

Hasta que un día descubrimos que convivíamos con la madrastra de Blanca Nieves y que, además de querernos dar a morder la manzana envenenada, pretendía exprimirnos hasta dejarnos en la amargura de la descomposición.

Corrimos y nos encontramos de nuevo en el medio de la calle.

Luego, la suerte de los amigos que nos invitaban a dormir unos días aquí y otros allá, donde alguno de ellos tuviera un espacio para que pusiéramos la cabeza y guardáramos los bultos, que aunque eran lo imprescindible, duplicaban nuestra masa muscular.

Los familiares, ausentes o apenados, de esta enfermedad nuestra que es amarnos no podían más que observar cómo terminaba nuestra telenovela.

Mi novia y yo desdobladas en gitanas por momentos o en brujas para otros, a veces agotadas, otras irritadas, preferimos preservar el enamoramiento de malos pensamientos y de contaminaciones, y ver el mar o las estrellas se convirtió en un hábito y en un consuelo a la misma vez.

Ya casi dejamos atrás ese peregrinar y aunque aún no logramos cumplir algunos de nuestros sueños, creo que andamos próximas a saldar nuestra deuda kármica mientras pagamos su peso en oro.

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