Los nuevos realizadores de Cuba
Por Alfredo Prieto
Durante los años noventa, en medio del desmantelamiento del bloque soviético y de su impacto en Cuba, la producción del Instituto de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) dejó de ser la única forma en que los cubanos accedieron a ver su propia imagen en las pantallas.
A partir del ingreso al país de nuevas tecnologías que democratizaron la factura del cine, así como del apoyo logístico-financiero de ONGs, varias entidades extranjeras e instituciones culturales isleñas, comenzó a surgir una manera no tradicional de hacer cine que trabajó sobre todo con la crisis cubana y sus nuevas expresiones identitarias.
Estos materiales –artísticamente desiguales, como ocurre siempre– lograron documentar, y aun documentan, los cambios y los actores sociales emergentes de un modo que sólo en apariencia rompe con los realizadores nucleados en su momento en torno al ICAIC, cuya obra –si bien se mira– guarda en muchos casos una estrecha relación con la de estos de ahora.
Su tesitura temática es amplia y diversa, pero en la ejecutoria de estos jóvenes, nacidos entre los años setenta y ochenta, se evidencia la voluntad de estructurar un cine arraigado en sus circunstancias, al punto de constituir buena parte de la memoria audiovisual de estos tiempos difíciles y de remolde.
Estos muchachos se parecen más a los raperos cubanos que a los jóvenes poetas, quienes hoy andan por avenidas donde el individuo y su angustia existencial imperan. Son iconoclastas, pero sólo con un criterio convencional: lo que ocurre es que no tienen ni tabúes ni temas prohibidos a la hora de llamar la atención sobre problemáticas sociales sobre las que suele haber un manto de silencio.
Y conciben al cine no sólo desde su condición discursiva misma, sino también como vehículo cognoscitivo, dos categorías que en ellos coexisten con la misma naturalidad de la sístole y la diástole.
En efecto, desde este último punto de vista, lo que unifica a Video de Familia (2001), de Humberto Padrón, con Buscándote Havana (2007), de Alina Abreu, es justamente la incursión por realidades duras y no resueltas de la Cuba actual.
En el primer caso, se trata de un filme que utiliza como apoyatura a la “célula fundamental” para discutir asuntos como la intolerancia hacia la alteridad, el machismo, el racismo, la emigración para contribuir a la economía doméstica y el poder del padre como figura autoritaria, un ejercicio que vale tanto como una buena investigación sociológica.
En el segundo, de un documental sobre la emigración interna: personas procedentes de las provincias orientales que vienen a la capital buscando mejores opciones y terminan en ciudadelas y llega-y-pon donde carecen de ciertos derechos elementales, algo que el socialismo debe solucionar si de veras apuesta por el ser humano.
La reciente muestra de jóvenes realizadores en la ciudad de Guantánamo, una de las más alejadas de La Habana, constituyó un buen momento para poner a prueba su efectividad comunicativa.
Se trató de un resumen de su quehacer –el evento duró tres días– partiendo de un saludable criterio de heterogeneidad, pues se exhibieron tanto documentales y cortos de ficción como dibujos animados.
Pero batieron las palmas Utopía (2006), de Arturo Infante, una crítica a la llamada masificación de la cultura que apela a elementos del absurdo y contrasta la realidad con el deseo, y Existen (2005) de Esteban Insausti, una reflexión sobre la locura y las visiones paranoicas del mundo expuestas por sus propios protagonistas, tres o cuatro locos que deambulan a diario por varios lugares de la urbe habanera.
En la sala nadie se levantó ni bostezó. Y el silencio era como un cuchillo cortando el aire, una evidencia de que los nuevos estaban poniendo el dedo en la llaga.
No lo olviden: la inteligencia está en Cuba en todas partes, incluso en el hocico del caimán.