Vivir en un basurero

Por Verónica Vega

HAVANA TIMES — Cuando era niña, recuerdo que me gustaba recorrer los alrededores de mi edificio y buscar entre la hierba tesoros que el azar colocaba en mi camino. Un pedazo de papel dorado, un botón de forma peculiar, alguna pieza de un juguete…

Me fascinaba la posibilidad de hallar entre tallos y guijarros algo muy diferente, algo creado por el hombre, que había pertenecido a alguien y cobijaba el misterio de una historia.

También los días en que íbamos a la playa, (por mi incompetencia dentro del agua), prefería rastrear en la arena y junto a caracoles y maravillas remolcadas por las olas descubrir una hebilla, una prenda barata.

¡Qué mezcla de estupor y encanto había en ese acto de encontrarla, llevarla a casa y hasta redescubrirla, años después, en alguna gaveta! Era un pacto con el azar, una alianza hilvanada desde el origen de estas minucias. Era realmente mágico.

Hoy no puedo decir en qué momento exacto la magia se perdió, al menos para mí, y (una vez mas) fue a fines de los 90. Había llevado a mi hijo, entonces pequeño, a conocer Bacuranao, la primera de las playas ubicadas al este de la Habana.

Hacía años que no la visitaba y fue casi un golpe físico ver aquella invasión de cucuruchos de maní vacíos, papeles grasientos que envolvieron pizzas o frituras, colillas, vasos plásticos y hasta restos de animales sacrificados en un acto de esperanza (o miedo).

Trazos humanos que cubrían metros y metros de arena sin ningún misterio.

Ahí, en esa playa donde había descubierto también ese otro enigma que nos arrastra a cielos y abismos, el amor de juventud, un vuelco brutal de la historia se llevaba todo vestigio de belleza o inocencia.

Ahí, en esa misma arena donde yo había leído “El Lago,” un cuento de Ray Bradbury con el que trataba de conjurar mi eterna angustia ante el mar, ante la muerte, ante la vida, una marea humana iba y volvía dejando a su paso más y más basura.

Incluso en el agua vi flotar trozos de poliespuma, papeles, y hasta me rozó una íntima (almohadilla sanitaria de mujer) sanguinolenta. No en balde la generación de mi hijo, ya adolescente, bautizó con sarcasmo esta playa “Basuranao.”

La nausea que sentí ese día, debo decirlo así, no he podido arrancarla de mí completamente.

Cuando camino por Alamar, casi a diario, por calles muchas veces sin aceras, la hierba que roza el asfalto está cubierta de jabas de nailon, zapatos rotos, maderas y todo tipo de rescoldos de historias cuyo origen prefiero no saber y preferiría no mirar si no fuera porque el implacable sol no deja más alternativa que bajar la vista.

¿Debemos aceptarlo?

No pretendo ironizar sobre la herencia que nos tocó a los pobladores de esta ciudad diseñada para “el hombre nuevo”, porque he visto que otros barrios de La Habana están estigmatizados con el mismo abandono.

Pero sí quiero destacar qué se siente además en un proyecto urbano de fatal arquitectura al que sólo le quedaba la naturaleza como contrapartida.

Ese sentido de la insignificancia que tanto denunció Kafka, la existencia humana como un detalle, no ante el apabullante progreso tecnológico, sino ante su propio desperdicio.

Transitando enormes espacios sin sombra hacia una parada donde se esperará larga y ansiosamente por una guagua que te saque, (te rescate) al otro lado del túnel, uno puede llegar a sentirse parte de ese paisaje escatológico. Condenado al olvido, al estatismo, o al lento movimiento de su descomposición como única esperanza de dialéctica.

Por mucho que haya cambiado la general percepción de la belleza desde los antiguos griegos, es innata en el hombre la necesidad de buscar algo que visualmente alivie, ennoblezca, redima.

Lo saben los artistas, los psicólogos y hasta los empresarios que pagan altas sumas escogiendo a los mejores publicistas.

Los que diseñaron el citadino reparto de Miramar, por ejemplo, lo saben, tanto como los que tienen la suerte de vivir en él.

No en balde los “buzos” (personas que viven de lo que obtienen buscando en la basura) saben que los latones de Miramar son más fructíferos. Todo el vasto menú que exhibe Alamar, “áreas densas de pasto,” como dijo un poeta, ni siquiera a ellos les ofrece las mejores opciones.

Pero porque toda mi sensibilidad se rebela ante esta barbarie a la higiene, a la civilidad, a la estética, siento que es necesario hacer algo.

Una amiga, colega de Havana Times, tuvo la idea de convocar a una recogida masiva de basura, legitimando el verdadero sentido (ya olvidado) del trabajo voluntario.

La primera dificultad con la que tropezó fue que no es posible obtener los guantes adecuados para este propósito, y es una realidad innegable que no todos los desperdicios pueden exponerse al contacto directo de las manos.

Cuando se reconstruyan los rotos cimientos de la civilidad cubana, estoy segura de que el saneamiento físico de las ciudades tendrá lugar, y con ello el de nuestra autoestima.

No sólo se mutila la voluntad de un individuo impidiéndole expresarse  o condenándolo a un salario que, como dijo alguien sabiamente: “ni lo deja morir ni lo deja vivir.”

Pienso que lo más urgente es reaccionar ya desde nuestro instinto, el mismo que se conmueve ante una puesta de sol o el vuelo de un pájaro y aspirar a ese derecho mínimo, un entorno donde no nos sintamos como basura misma: omitidos, olvidados, abandonados.

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