Un salón de belleza en el corazón de la Habana Vieja

Ronelle King *

HAVANA TIMES – A nuestro regreso de Sochi, Rusia, de un evento mundial juvenil, mis dos colegas granadinas y yo decidimos examinar en detalle La Habana Vieja, donde se encontraba nuestro pequeño hotel. Separados de nuestra delegación y tristes por el  extravío de nuestro equipaje, pensé que era mejor que tuviésemos una aventura, en caso de que el sentido común  decidiera apoderarse de alguien primero.

Dos de nosotras ya habíamos roto a llorar y pensamos que era solo cuestión de tiempo antes de que la última lo hiciera. Con nada más que la ropa que llevábamos puesta -así que básicamente todas nuestras pertenencias-, nos aventuramos bien dentro de la Habana Vieja.

Era bastante evidente, teniendo en cuenta los varios edificios en ruinas, que ya no estábamos en Kansas, pero había una extraña familiaridad que flotaba en el aire. La comunidad. Había gente apoyada en la mesa de los bares, con sus compañeros riendo y bebiendo sus bebidas. El sonido de las piernas siendo abofeteadas después de una broma bien hecha. La risa abundante que no se preocupaba por la respetabilidad en ese preciso momento. El sonido de la felicidad de los niños cuando llegaban a casa desde la escuela. Las groserías de los chicos cuando las muchachas los miraban con indiferencia.

Absorviéndolo todo mientras caminábamos por los alrededores, sentí una punzada de culpabilidad en el estómago al comparar mi infancia con la de ellos. Yo había hecho la mayoría de las mismas cosas, pero el abismo entre nosotros era mi privilegio. Me concedieron privilegios que estos niños posiblemente nunca podrán experimentar en sus vidas. Fui a una  escuela privada. Nunca me faltó ropa, y en la rara ocasión en que las palabras “de segunda mano”, se presentaron, fue como un último recurso.

Nunca tuve que preocuparme por mi próxima comida. Tuve acceso a agua corriente día y noche, así como a Internet y a la gran cantidad de conocimiento que esta poseía. Disfruté  de bibliotecas llenas de libros para leer en mi tiempo libre. Tuve acceso al transporte desde y hacia la escuela en el vehículo de mis padres, etc. La lista de privilegios era interminable. Mis sentimientos de tener derecho a todas esas prerrogativas todavía estaban presentes –apenas veinte minutos antes, estaba furiosa porque mi hotel no tiene Internet.

Me tragué mi culpa y decidí ver mi ubicación actual bajo una nueva luz. Mi situación, aunque trágica, era temporal. La de ellos no. En 24 horas estaría volando a un país donde el aire estaba limpio, el viento fresco y el agua caliente en abundancia.

Mientras continuaba reflexionando sobre mi buena suerte, comenzamos a adentrarnos aún más en la ciudad, en busca de recuerdos para llevar a casa a nuestros seres queridos. Fue durante esa búsqueda que tropezamos con el barrio Chino. En lo que literalmente parecía un agujero en la pared, había tres mujeres guiándonos dentro.

Como alguien que apoya el desarrollo de las féminas en las áreas rurales, alenté a mis compañeras a gastar cinco CUC ($ 5 USD) en un salón local para que nos rellenaran, pulieran y pintaran las uñas.

Podríamos haber obtenido los souvenirs en un centro comercial, pero poner el dinero directamente en las manos de las mujeres, que estaba segura eran la columna vertebral de sus hogares, es siempre la mejor opción. Ese efectivo ayudaría a sus hijos a comer un día más o contribuiría a las cuentas. Pensé que preferiría apoyar su ajetreo que agregar a las riquezas de un empresario adinerado.

Estaba sorpendida con la fortaleza, la alegre hospitalidad y la resistencia de esas mujeres. No tenían ni la mitad de lo que yo tengo como propietaria de un salón, pero su impulso y voluntad de perfeccionar su oficio, de ganar más para así poder mantener mejor a su familia, fue inspirador. No podíamos entendernos unas con otras sin usar el traductor de Google, pero ¿quién no se hubiera sentido acogido por esas cálidas y acogedoras sonrisas?

Regresamos a nuestro hotel en un carruaje tirado por caballos, hicimos poco o ningún escándalo por tener que bañarnos con desinfectante de manos debido a que no había agua corriente, y nos metimos en nuestras camas. No pasó mucho tiempo antes de que quedáramos profundamente dormidas, ya que tuvimos un día bastante agotador.

Cinco horas después, me desperté con el sonido de mi alarma. Me cepillé los dientes y me duché en el lavamanos antes de vestirme con la camiseta que me había regalado el hotel. Recogí mi equipaje de mano, entregué la habitación del hotel y me dirigí al aeropuerto, despidiéndome de la belleza y los horrores de La Habana, mientras llevaba mi culpabilidad en la manga.

* Escritora invitada de Havana Times

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