Mi madre y yo emprendedoras

Yasmín S. Portales Machado

Nuestra maquina de coser Singer

HAVANA TIMES — Este martes fui con mi madre a sacar una Licencia de Trabajo por Cuenta Propia. Vamos a unir capital y talento, dejaremos de hacer lo que estudiamos -ella pedagogía, yo teatro- para ganar dinero y aportar al PIB nacional. Nos esperan muchos modelitos, sellos y oficinas calurosas.

Empezó en julio, cuando mamá decidió que no volvería al aula.

Mi madre es maestra de oficio y vocación, de las que inventa juegos didácticos mientras lava platos. Ejerce desde niña –Campaña de Alfabetización de 1961–, vio las buenas y malas del oficio, tiene exalumnos en todos los sectores y –supongo- muchos países.

Hasta junio controló el aula desde su escaso metro con cincuenta y ocho, merced de una voz tonante, vista ágil y lengua ácida para responder las frescuras de cualquier adolescente. No lo deja porque la juventud esté perdida –aunque cree que lo está–, sino por la burocracia alrededor del cuerpo docente, que la asfixia.

Durante el verano comprendió que cuando tienes A [el retiro de una maestra no alcanza] + B [sentarse en casa a cuidar del nieto es un suicidio mental] lo único que obtienes es C [buscar un nuevo quehacer pronto o me vuelvo loca]. Así que recordó que de niña se hizo un vestido con papel crepé de modo autodidacta –tenía siete años–, lo que le valió matrícula expedita como aprendiz de la modista del barrio. Aquellas clases cimentaron un oficio, y a veces pienso que mi madre podría haber sido diseñadora de modas, en lugar de maestra.

Camisa escolar en proceso.

Recuerdo los fines de semana en que mamá despertaba “inspirada”. Se sentaba en la máquina de coser –un elefante de la RDA que seguro diseñaron en octubre de 1945– y no paraba más que para tomar agua o ir al baño. La comida llegaba del piso de abajo –mis abuelos maternos– y yo sabía que el traqueteo solo sería interrumpido para medirme y probarme las nuevas piezas.

Así pudimos sortear con guardarropas elegantes y cómodos los horribles diseños industriales de los 80, las tiendas desiertas de los 90, y, con el alba del nuevo milenio, el regreso de los malos diseños, ahora a precios inaccesibles.

Dicen que en el mercado la clave está en el nicho que explotas. Mi madre lo encontró de casualidad, mientras discutíamos en la mesa del comedor la difícil situación de una parienta para encontrar uniformes de la talla de su hijo, que es “un poco” alto para su edad.

Del chisme saltamos a las amargadas reflexiones socio-económica sobre la desaparición de la industria nacional de confecciones, por lo que las tiendas están llenas de diseños feos y tejidos baratos llegados desde China. Luego alguien recordó que otra parienta, arquitecta, diseñó el complejo industrial textil de Santa Clara, glorioso elefante blanco de la era del CAME que, se dice, los chinos transformarán en una maquila.

Seguimos despotricando de la difunta URSS y el actual PCC, con intelectual elegancia y numerosas citas a los clásicos del marxismo, pero ella no escuchaba, porque tuvo su epifanía: Desde siempre, la industria nacional entrega los uniformes escolares tarde, la distribución de tallas es disfuncional y las cuotas de una o dos camisas no cubren las necesidades del clima y la higiene. Haría camisas escolares.

Mi licencia.

Compró la tela, rastreó como un sabueso los botones. Regamos la bola con vecinas y madres de niños en edad primaria. Los encargos han empezado a llegar, y está feliz porque es como seguir en la escuela –los uniformes, la adrenalina del curso escolar, la infancia–, pero sin burócratas y con la coraza de una máquina de coser –ahora una Singer antediluviana de paso silencioso.

Comprobado el nicho y la viabilidad contable, pasamos a la fase de inversión de capital: máquina de coser nueva, licencia legal, anuncio en Revolico.

Como técnicamente estoy desempleada –sin estar en la UNEAC ni haber publicado un libro no puedo pagar impuestos–, unirme a mi madre en su negocio de costura es el único modo más o menos fácil de pagar seguridad social. Me parece absurdo, claro, pero hasta que el Ministerio de Cultura renuncie a gestionar los impuestos del gremio a partir del “prestigio” y empiece a basarlos en la “producción” tendré que jugar a las escondidas con la ONAT.

Así que el miércoles que viene tendré un carnet que me hará capitalista certificada de la industria del vestuario. Encima tendré que contratar a mi madre, porque… No quieren saberlo.

Deséennos suerte.

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